Estilos
- Todos los productos
- Abstracto
- Tapiz
- Alhajas Constructivas
- Arte Contemporáneo
- Constructivismo
- Cubismo
- Escultura
- Expresionista
- Figurativo
- Fotografía
- Geométrico
- Grandes Maestros
- Hiper-Realismo
- Impresionismo
- Muralismo
- Objetos de Arte
- Pintura Americanista
- Pintura Contemporánea
- Pintura Extranjera
- Pintura Folclórica
- Pintura Nacional
- Planista
- Realismo
- Surrealismo
- Taller Torres García
- Outlet
- Escuela Argentina
- Escuela Chilena
- Libros y afiches
- Modernismo
- ab
- abs
- arteco
- figurativo
- gran
- ob
- pin
- plan
Torres García, Joaquín
JOAQUIN TORRES GARCIA
"He dicho Escuela del Sur; porque en realidad, nuestro norte es el Sur. No debe haber norte, para nosotros, sino por oposición a nuestro Sur. Por eso ahora ponemos el mapa al revés, y entonces ya tenemos justa idea de nuestra posición, y no como quieren en el resto del mundo. La punta de América, desde ahora, prolongándose, señala insistentemente el Sur, nuestro norte.”
Joaquín Torres García. Universalismo Constructivo, Bs. As. : Poseidón, 1941.
Orígenes. Primeros años. Educación.
Joaquín Torres García nació en Montevideo el 28 de julio de 1874, hijo de Joaquín Torres Fradera y María García Pérez.
Su padre era catalán. Había nacido en Mataro en el seno de una familia de cordeleros es decir en un ambiente relacionado con la navegación. Quizás por ello, en su condición de segundón, que no le ofrecía demasiadas perspectivas de continuar el negocio de su progenitor, emigró a los diecinueve años al Uruguay, donde trabajó denodadamente creando en Montevideo y en lo que en el último cuarto del siglo pasado se denominaba "Plaza de las Carretas" un establecimiento comercial que era algo así como un bazar o almacén de los más heterogéneos artículos, con una cantina anexa que frecuentaban principalmente los gauchos que llegaban a la ciudad para vender sus productos y a la vez hacer su provisiones.
Torres Fradera tenía, junto a su almacén y cerca de un copudo ombú, un aserradero de madera y un vasto taller de carpintería en el que Joaquín pasaba muchas horas cortando y ensamblando piezas. Su arte acusará la huella de la habilidad así adquirida. La madre, uruguaya de nacimiento pero hija de un oriundo de Canarias, de nombre José María y de profesión carpintero, y de una mujer Rufina, que era la única americana de varias generaciones y tenía en sus venas sangre de los colonizadores españoles y de los aborígenes. Joaquín creció flaco y pálido, como decían los suyos "era todo pellejo y huesos". Se manifestaba sensible y nervioso. Dotado de un gran poder de asimilación, se formó en buena parte por su cuenta, leyendo vorazmente. Torres Fradera experimentará diversos altibajos en su situación económica. Sus ahorros se esfumarán al quebrar un banco y, cuando había rehecho su fortuna, una disposición del gobierno uruguayo, prohibiendo determinadas importaciones lo arruinó de nuevo. Decidió volver a tierra de sus padres. En julio de 1891 embarcó en Montevideo con su esposa e hijos hacia Génova y seguidamente rumbo a Barcelona.
Vuelta a las raíces. Aprendizajes. Tanteos.
Llegados a la capital catalana, van casi sin detenerse, del puerto a la estación ferroviaria, para tomar el tren que los lleve a Mataro. Joaquín tiene diecisiete años. Todo excita su curiosidad: la gran ciudad vislumbrada y la villa nativa de su progenitor; el taller de la familia de cordelería; incomprensible lenguaje en el que su padre conversa con sus tíos y sobrinos, aquel catalán que al poco tiempo hablar a la perfección e incluso años más tarde utilizará literariamente; el suave paisaje de Mareme, de vegetación modesta pero animado por la incomparable luz del mar latino, que habrá de influir posteriormente y de un modo decisivo en la concepción clásica de una etapa de la evolución pictórica. Frecuenta la escuela nocturna de Artes y Oficios para tomara lecciones de dibujo con Josep Vinardell. Se inicia en la pintura...
A la vez que se forma culturalmente, su afición a la pintura va en aumento. Llega un momento en que su destino está decidido, no sin cierta oposición paterna: será artista. Ingresa a la célebre Academia de la Lonja, la célebre "Llotja" fundada por la Junta de Comercio y que en los días de Torres García se denominaba "Escuela Oficial de Bellas Artes de Barcelona". En 1897 un número extraordinario del diario barcelonés "La Vanguardia" reproduce un dibujo suyo: una escena callejera costumbrista llamada "La compra de turrones" y al cabo de pocos días presenta una variada colección de dibujos en el Salón de Exposiciones del mismo diario. Se sabe que Torres García trabajó una temporada en las obras del templo de la Sagrada Familia, a las órdenes de Antonio Gaudí, aunque se desconoce la naturaleza de su aporte a la obra, así como que colaboró con Gaudí en la Reforma de la Catedral de Palma de Mallorca.
En 1904, poco después de trabajar a las órdenes de Gaudí realiza con Iu Pascual, su compañero de trabajo en la Catedral Mallorquina una exposición en el "Círculo Artístico de Sant Luc" con gran apoyo de la crítica especializada. En mayo de 1904 publica un artículo en la revista "Universitat catalana" donde sostiene que nunca la forma artística debe consistir en una copia de la realidad, revelando así el idealismo de su concepto del arte.
Iniciación al muralismo. Desengaños, Bélgica.
En 1906 se le presenta a Torres García la primera oportunidad de realizar un trabajo personal: pintar óleos de escenas idílicas de la vida campesina en una estancia de la residencia del Barón de Rialp. Prontamente recibe otro encargo, se trataba de la seis grandes lienzos para decorar la Capilla del Santísimo de la Iglesia Neoclásica de San Agustín de Barcelona. En 1908 se presenta otra gran oportunidad para Torres García, pintar una estancia del ayuntamiento de Barcelona, realiza allí escenas alusivas a la actividad comercial y mercantil de la ciudad. Su obra generó algunas voces de descontento "su modernidad desagradó a los rutinarios". En 1910, ya casado con Manolita Piña, parte a Bruselas con el objetivo de montar el pabellón uruguayo de la Exposición Universal, pinta allí escenas dedicadas a las principales fuentes de riqueza de su país: la ganadería y la agricultura. Tanto en el viaje de ida como de vuelta se detuvo en París donde intercambio ideas y contempló la obra de sus amigos pintores. A su retorno a mediados de 1910 expone en la sala "Faianç Catala", la acogida de la prensa y el público es tibia, solo algún crítico elogia la armonía de sus grises pero con reticencias.
El descubrimiento del Mediterráneo. Serenidad.
Por razones de economía el matrimonio Torres-Piña se instala en Vilasar del Mar, el pintor encuentra allí un aislamiento fecundo. La sugestión de aquel paisaje ribereño contribuye a despertar en su espíritu un fervor por lo clásico. Por ello al nacer en Vilasar su primera hija le asigna el nombre de Olimpia, le seguirá cuatro años después Ifigenia, luego Augusto y por último Horacio. Parece haber logrado ver con sus ojos lo que contemplaban los antiguos. En la primavera de 1911 se celebra en Barcelona la "Sexta Exposición Internacional del Arte", Joaquín había enviado allí diversos cuadros como "Palas introduciendo a la Filosofía en el Helikon como Décima Musa".
Tiempo más tarde le proponen la tarea de adorno y restauración del Palacio de la Generalitat, realizando también los murales del "Salón de San Jorge". A mediados de 1912 parte a Italia con el propósito de conocer los frescos sobre todo los de Pompeya, sin embargo fatigado por tantos viajes desistió de la empresa, estuvo en Florencia y en Roma.
En setiembre de 1913 aparece un libro de Torres García llamado "Notes sobre art" que recopila sus conceptos sobre estética. Sus frescos en las paredes del Salón de San Jorge le ocasionaron muchas críticas, incomprensión y disgustos. Se crea una gran polémica en torno a su arte que sacude toda Barcelona.
El sosiego anhelado.
Lejos de las intrigas de Barcelona Joaquín Torres García pretende arraigarse y vivir en una casita de campo en las cercanía de "Can Bogunya". Esta casita se inaugura en 1914 era una mezcla de casa de campo catalana, villa romana y templo griego con dinteles y columnas inclusive, la bautizó con el nombre de "Mon Repos", o sea "Mi descanso". Pero el sueño no pudo cumplirse, Torres García no pudo renunciar a su pasión y continuar con el Salón de San Jorge y otras obras. Elabora un arte muy sencillo, voluntariamente limitado.El arte que crea entre 1915 y 1917 puede calificarse de franciscano porque surge fruto de una total admiración a cuanto lo rodea.
La crisis de 1917. Dinamismo ciudadano.
A principios de 1917 y junto al pintor Rafael Sala, expone por segunda vez en las galerías Dalmau, que albergaban las más célebres manifestaciones artísticas de Barcelona. Ese mismo año toma contacto con el pintor uruguayo Rafael Barradas, con quien establecerá un vínculo muy estrecho. Barradas denomina a la pintura de Torres García "vibracionismo". Paulatinamente y sobre todo después de la muerte de su amigo Henrios Proa de la Riba, Torres García pierde apoyo de las autoridades locales y es muy seriamente cuestionado por la prensa. Su cuarto fresco en el Salón de San Jorge fue ampliamente censurado. Los años 1918 y 1919 serán muy duros.
Desaliento. Arte pobre. Inconformismo.
El desengaño sufrido lleva a Torres García a aislarse, concentrarse más en sí mismo y limitar sus amistades a un círculo de personas de ideología inconformista, incluso simpatizantes de la revolución. Torres García será preso del estado de espíritu de su tiempo.
Ni el desaliento ni la austeridad son obstáculos para que se realice entonces una de sus obras más felices y enjundiosas: un panel decorativo con unos personajes elegantemente vestidos y situados en el jardín (entre ellos el propio pintor), que exhibió en la Exposición General de Arte de Barcelona, celebrada en la primavera de 1918. En aquel mismo período, Torres García inicia una modalidad en su producción artística en la que pondrá muchas esperanzas y obtendrá nuevos desengaños a pesar del evidente interés que ofrece: se dedica a la producción de juguetes de madera, diseñados por él e ingeniosamente ensamblados. Las horas de infancia transcurridas en el taller de su padre en Montevideo estaban allí presentes. Pero el negocio fracasa. La situación económica empeora. En el ambiente artístico catalán donde abundan como en todas partes los maledicientes empieza a aludirse Torres García como "Torres-Desgracias". Desanimado decide marchar a los Estados Unidos.
América dinámica y amarga.
Pocas fueron las alegrías y muchos los sinsabores vividos por Torres García y su familia en Nueva York. Si en parte quedó fascinado por la vida trepidante en esa inmensa aglomeración humana, por otra encontró grandes dificultades para obtener algún dinero con su arte en aquella sociedad materialista a la que no pudo integrarse del todo por su desconocimiento del inglés.
Escena callejera en Nueva York, óleo de 1921.
Muchas obras del artista reflejan su admiración por Nueva York, pero por las dificultades de idioma se relaciona preferentemente con extranjeros. Ensaya nuevamente con la industria del juguete sin obtener buenos resultados, pensando en mayores oportunidades de éxito y facilidades de fabricación hace un nuevo intento y se marcha con toda su familia a Génova, lleno de esperanzas en julio de 1922.
Otra vez el Mediterráneo. Frustraciones. Episodio final de los frescos barceloneses.
Los Torres se instalan en Fiesole (Italia), el artista deja de pintar enfrascado en la fabricación de juguetes de madera, celebra una muestra con grandes expectativas y muy pobres resultados. Un nuevo emprendimiento en materia de industria del juguete queda frustrado por el incendio de un almacén donde guardaba las existencias ya listas para la venta de Navidad. Igualmente Torres García continúa con la construcción y venta de juguetes a Norteamérica y Holanda. Pero el régimen fascista italiano más allá de las razones económicas hace muy incómoda la permanencia de la familia Torres-Piña en Italia.
En diciembre de 1924 se instala en Villefranche-sur-Mer, un pueblito francés de la Costa Azul y empieza a pintar nuevamente. Se diría que el ambiente del Mediterráneo ha desarrollado su espíritu clásico pintando hombres y mujeres trabajando la tierra, más semidioses que agricultores, pintados con un voluntario arcaísmo estilístico. La dictadura de Primo de Rivera incide en la autonomía de Cataluña, y pintores oficialistas y con tendencias académicas quedarán a cargo de los frescos del Salón de San Jorge. Con honrosas excepciones muchos pintores se prestaron gustosos a eliminar la obra mural de Torres García. La tendencia era "dar marcha atrás" a la obra de la administración catalana, lo penoso es que ninguno de esos pintores depredadores de la obra de Torres García logró jamás superar ni su fama, ni su obra.
En setiembre de 1926 y estimulado por el éxito de algunas exposiciones suyas logra el sueño de llegar a París con toda su familia.
Estancia en París. Actividad febril. La abstracción.
Los primeros tiempos en París fueron muy duros, dificultades para conseguir alojamiento, la "Vía Crucis" de los "marchands". Sin embargo nunca deploró haber pasado por desalentadoras experiencias: "Yo he aprendido mucho en París, puedo decir que allí me formé definitivamente" sostiene Torres García.
En los primero tiempos de su estancia en París, su pintura acusa una influencia "fauve" en la voluntaria brutalidad de los rostros o las figuras de cuerpo entero, pintadas toscamente como ciertos ídolos de los pueblos salvajes, aunque en la obra de aquella época, además de la seducción del arte negro, se percibe en algunos paisajes y bodegones, una preocupación estructural de innegable filiación cubista.
Paisaje de ciudad, óleo sobre cartón, 1928.
El círculo de amistades de Torres García en París entre 1928-1929 revela, pues una afinidad en el sentido artístico, con un conjunto de personas que, a pesar de la diversidad de formulaciones y de la multiplicidad de los experimentos estéticos llevados a cabo por cada una de ellas, aprecian lo estructural más que lo aparente, el concepto más que la imagen, lo racional más que lo sensible.
A finales de 1928 Torres García se ha desprendido ya de todo resabio "fauvista" y primitivista y tiende a la abstracción. Su tendencia a la austeridad formal se acusa en una modalidad estilística que dan mucho juego en su pintura por aquellos años: la disociación de la línea y el color y la producción de un tipo de dibujo muy esquemático.
"La Historia del Arte -dijo Torres García- muestra que todos los pueblos pasan de lo puramente imitativo a lo abstracto. Esa evolución no es fortuita: obedece a la tendencia de la Humanidad a seguir el sentido del Universo, que en todo momento se encamina hacia la Unidad..."
Si la perspectiva constituía para el pintor un impedimento para sugerir, en un solo plano, la noción de la unidad de la diversidad de las formas, también en aquella época constructiva consideró Torres García que los valores, la intensidad de los tonos o lo que se denomina "claroscuro" son elementos accesorios o secundarios respecto a lo esencial, que es el color, de modo que, para no perjudicar la unidad de la composición, aprovecha el sistema del funcionalismo ortogonal o de las cuadrículas, para destruir el colorido, asignando cada color diferenciado a un plano o cuadro distinto.
Del tamaño de éstos dependía, al parecer del artista la intensidad tonal. Las formas y los colores que perciben nuestros sentidos son, pues reelaborados y pasan a ser objeto de una reestructuración. Pero ésta no se hace arbitrariamente. Sometiéndola a una orden -decía Torres García- se puede elevar a la Naturaleza a un plano universal, porque se procura ajustar lo visible a la ley de Unidad que preside el Cosmos. La pretensión del artista era, por tanto, muy ambiciosa. Si, por un tiempo, definió sus pinturas como "Constructivismo" poco después les aplicó la denominación de "Universalismo Constructivo". En definitiva se trata de un arte de gran contenido ideológico, ya que aspiraba a dar una visión unitaria del Mundo por medio de una rígida estructura y de un esquematismo formal y colorístico, sin incidir en la abstracción total. Por eso las obras del pintor están llenas de alusiones a la realidad, Torres García incluye en los recuadros de sus composiciones, representaciones de objetos usuales: un reloj, un martillo, un ánfora, o bien figuraciones de seres vivientes: un pez, un hombre... Así el contemplador de esta especie de jeroglífico nunca llega a tener la impresión de estar desligado en la realidad perceptible.
Durante sus años parisinos pudo haber sido completamente feliz de no haber sentido de un modo acuciante la preocupación económica. El crack de 1929 y la consecuente crisis económica mundial, lo hacen pensar en trasladarse a España donde acababa de instaurarse la República Española, pensando sobre todo en sus amigos influyentes ahora en el nuevo régimen. Llega a Madrid el 11 de diciembre de 1932.
Período madrileño. Vanos esfuerzos. Transitoriedad.
Pasar en Madrid cerca de un año y medio. Reconoce en su autobiografía como una de las épocas de su vida en que ha sufrido más, no solo desde el punto de vista económico, la prédica de su estética, y su pintura son recibidas con indiferencia. Sin embargo más allá de esas dificultades puede Torres García reencontrar viejos amigos de su etapa catalana y hacer muchos nuevos amigos, hombres ilustres de su tiempo, vanguardia artística de la época como Federico García Lorca que tenía referencias suyas a través de Rafael Barradas, entre otros. Lo que no obtuvo fue el público reconocimiento de su valía. De gran ascendiente entre sus alumnos, logró formar un Grupo de Arte Constructivo. Precisamente cuando su situación económica tendía a mejorar, Torres García resuelve viajar a América, primero piensa en México pero descarta esa tierra por motivos de salud, luego en Montevideo para donde embarca en abril de 1934.
Los últimos años en el Uruguay. Fecunda docencia.
Cuando después de 43 años de ausencia, regresó a los 60 años a Montevideo y se constituyó en un incansable maestro.
En la capital uruguaya dictó más de seiscientas conferencias, pintó con asombrosa vitalidad y llegó a publicar cerca de una decena de libros, debemos recordar que, pese a los motivos sentimentales los contactos de Torres García con su país de origen no habían sido muy intensos. A causa del carácter esporádico de esas relaciones, la información que el artista tenía sobre su país de origen era más bien escasa. Inmediatamente sintió una profunda admiración por Montevideo y sus habitantes. La desilusión vino poco después, cuando Torres se percató de que aquella ciudad de Montevideo que tenía todo el aire de gran metrópoli del siglo XX en lo material, se nutría en cambio, en lo artístico, de las manifestaciones más pobres y anticuadas. Ante ese contraste Torres García reaccionó con su característico entusiasmo. Publicó multitud de artículos de prensa, pronunció en círculos culturales, aulas universitarias, emisiones radiofónicas y una impresionante cantidad de conferencias. Buscó aleccionar a sus compatriotas y mostrarles la diferencia existente entre el arte pre-citado y el arte vivo. Multiplicó las exposiciones haciendo presente su arte. A partir de mayo de 1936 edita una revista "Círculo y Cuadrado" casi integramente confeccionada por él, segunda época de "Cercle et Carré" fundada en París para el movimiento contructivista. Más tarde en 1944 publica "Removedor" que se define "Revista del Taller Torres García". En el grupo de sus discípulos figuran entre otros sus dos hijos Augusto y Horacio, Julio Alpuy, José Gurvich, Francisco Matto, Jonio Montiel, Pepe Montes, Olga Piria, Manolo Lima, José Collell y Gonzalo Fonseca. Torres García se siente compenetrado con la tierra que lo vio nacer porque, finalmente, sus compatriotas se han percatado de lo mucho que ha hecho para afinar la sensibilidad colectiva en lo que a la plástica se refiere. Fallece en Montevideo el 8 de agosto de 1949.
Información tomada de: Torres García / Enric Jardí. -- Barcelona : Polígrama, 1987.
Subasta de Arte Latinoamericano en Sotheby´s, 26/05/06 (Revista Cosas.com Chile Nº788).
Desde Nueva York: Tamayo, Botero y los nuevos... Las subastas de arte latinoamericano de este año se realizarán los días 25 y 26 de mayo en Christie’s y Sotheby’s. Se espera obtener más de 10 millones de dólares.
Por Manuel Santelices (corresponsal) |
|
Una vez más llegan a Nueva York los jets privados, los perfectos peinados, las gigantescas joyas, las corbatas de Hermès y los besos lanzados al aire en salones repletos de Botero, Tamayo y Rivera. ¡Ah, las delicias de las subastas de arte latinoamericano! Los remates, organizados simultáneamente en dos frenéticos días –25 y 26 de mayo– en Christie’s y Sotheby’s, son un evento tan artístico como social donde, como ocurre a menudo en el mundo del arte, lo que se exhibe no son sólo pinturas o esculturas, sino poder, dinero y estatus. En Christie’s, esta temporada la venta no estará sólo reservada a los grandes maestros latinoamericanos. En Sotheby’s, la estrella del remate es la colección de John Duncan y su esposa, Barbara –miembro activa del Comité de Relaciones Interamericanas–, que durante los últimos 25 han sido coleccionistas ávidos de arte latinoamericano y que ahora han puesto a la venta 14 de sus obras. Entre ellas está “Constructivo”, una magnífica pintura constructivista del uruguayo Joaquín Torres-García, creada inmediatamente después de su regreso de Europa y que ha servido como referente a muchos pintores de la “Escuela del Sur”, incluyendo a Julio Alpuy, Marcelo Bonevardi y Gonzalo Fonseca, todos representados en esta colección privada. La pintura tiene un precio aproximado de entre 600 y 800 mil dólares. |
"Introducción del Libro: "El Universalismo Constructivo" (marzo, 1942), por Joaquín Torres García.
Introducción del libro "El Universalismo Constructivo"
por J. Torres-Garcia, Marzo de 1942
Even before the onset of the crisis that presently tears the world apart and threatens to make the, highest human values disappear for centuries, art showed unmistakable evidence of being exhausted and disoriented. An indicator of the highest sensitivity, it signalled a remarkable decline, for the ardent search that had lasted for almost half a century and culminating in a wave of the highest values was followed by the exploitation of those values for ends determined more by mercantile interests than by faithful devotion to one of the noblest of vocations. And to all this, as a logical consequence, must be added the germination of the worst seeds, springing up like weeds in uncultivated ground.
La Escuela del Sur |
|
|
Infidencias sobre Torres García, por Juan Carlos Onetti (Mundo Hispánico, 1975).
Son varias y no todas las que recuerdo. Para empeorar, infidencias en relación a un muerto -muy querido en mi caso- que, como es hábito, no puede refutar ni defenderse. |
El Arte Constructivo de Joaquín Torres García desde una perspectiva simbólico - arquetípica, por Dr. Demian Diaz Torres (nieto del JTG).
Cuando Torres García dio una conferencia sobre el arte neolítico y el constructivismo remató diciendo: toda la verdad está en estas dos líneas, una vertical y una horizontal. Hoy en día lo que fue un misterio para el auditorio ya no lo es. Se sabe que la vertical es lo espiritual, y la horizontal es la naturaleza. En la intersección de ambas está el hombre. Así ya podemos decir que Torres creía que el arte se amasaba en base a dos dinamismos, un principio espiritual y un principio de la naturaleza, y que el hombre es quien expresa a través de sí mismo y del arte estos dos principios. Pensamos que estos principios son arquetípicos, es decir universales, sin tiempo, y que están en el inconsciente colectivo de la raza humana. En estas condiciones, el arte es universal y de todos los tiempos, y expresa siempre el mismo misterio, el de la existencia, el del ser eterno. Pasamos ahora a analizar un cuadro tipo, llamado Constructivo con Máscara y Triángulos, de 1932. En este cuadro el observador puede ver diversas clases de símbolos. Si empezamos por la parte inferior del cuadro, vemos símbolos como el animal, el ancla, a la que podemos relacionar con el agua, y la tierra sobre la que se asientan los pilares del templo. Estos son los símbolos que relacionan al hombre con el mundo de la naturaleza. Entonces es aquí donde encontramos la línea horizontal de la cruz que Torres traza con un movimiento de la mano en su conferencia. Esto es de gran importancia y es justo en la parte baja del cuadro porque es la base, la materia prima de la composición del hombre. En otras civilizaciones el elemento naturaleza está básicamente integrado al ser humano. En Occidente estuvo excluido conceptualmente del mismo. La Naturaleza representada en el hombre como el cuerpo, era repudiada, vista como un mal necesario y en oposición a la otra dimensión, la Espiritual. Por eso el cuerpo, aún en la era Victoriana era fuente de repudio, lo cual dio origen a que Freud pensara que era la sexualidad reprimida la causa de la neurosis. Hoy en día se está recuperando el amor al cuerpo y a la naturaleza, pero en los tiempos de Torres esto todavía no había ocurrido. Si por otro lado observamos la parte alta del cuadro, veremos los símbolos del espíritu. Estos son símbolos elaborados por el hombre desde tiempos remotos para expresar lo metafísico, lo mental, lo conceptual, y en la figura del triángulo con un 1 tenemos un símbolo de la totalidad, que abarca unidad de espíritu y naturaleza, unidad de todos los seres, etc. Nótese así mismo que a la izquierda hay una A y a la derecha una Z. Eso es una totalidad, un cierre de un círculo, el recorrer y completar un proceso. En la zona del medio del cuadro tenemos lo más importante. Por un lado al hombre y a la mujer, pues es el ser humano al fin y al cabo el que elabora los símbolos y expresa a través de ellos la Realidad tal como la percibe. Recordemos que es el punto de intersección de las líneas de la cruz. Pero hay algo más. Hay un corazón con un punto. Eso sugiere que el corazón es el verdadero centro del universo humano, el lugar donde el sentir es puro y sustentador de todo lo creado. Algo así como el amor que crea y sustenta el universo. Y por encima del corazón encontramos la máscara que titula el cuadro, que no es una máscara sino la cara de un Dios antiguo, la expresión de una divinidad que preside el todo. Esa divinidad es el Ser profundo dentro del hombre, que Jung ha llamado el Sí Mismo. Concepto profundo y misterioso porque es lo Divino en el hombre, que se expresa a través del hombre mismo. No es algo tangible directamente, es algo que organiza y preside el desarrollo del hombre mismo. Pero necesita ser expresado por el hombre, por su totalidad especialmente. Entonces llegamos así a la unión de los dos principios básicos, Espíritu y Naturaleza, expresando un sentido que no puede ni debe justificarse a sí mismo. El sentido, el motor, el principio y el fin de ser hombre. Creo que esta breve revisión de algunos de los símbolos que pone Torres en su cuadro es suficiente para revelar el sentido que él le daba al arte, mucho más que lo estético o decorativo. Era, a mi parecer, una verdadera búsqueda de la verdad dentro de sí mismo. Y no se crea que es una especulación mental, sino el resultado de la expresión de las imágenes primordiales de su propio inconsciente colectivo (y por eso universal) que, trasportadas a la tela se convierten en obras de arte. Y es esto lo que hace el artista, transferir esas imágenes, dándoles con su oficio y su talento una forma accesible a todo ojo que las sepa ver. Dr. Demian Diaz Torres Analista Jungiano Junio de 2004 |
Primer Manifiesto del Constructivismo de Joaquín Torres García, por Guido Castillo
Entre nosotros jamás en su presencia- lo llamábamos El viejo y parecía, realmente, que estaba envuelto por un aire milenario que lo cubría como un antiguo manto transparente y sagrado. Su ancianidad, poderosa y triunfante, no dependía tanto de sus años como de una sabiduría inmemorial que había bebido en una fuente secreta, sólo por él conocida. De acuerdo con el mito que Platón expone en el Fedro, sobre la reencarnación y transmigración de las almas, se podría decir que había llegado al grado supremo de la metempsícosis, o sea, a la posesión de toda la ciencia y de toda la pureza necesarias para poder retornar a la región supracelestes de las ideas eternas. Por eso, las afirmaciones más nuevas, audaces y revolucionarias salían de su boca con la pátina de verdades establecidas desde el principio de los tiempos. Lo mismo sucede, por su puesto, con su obra pictórica, la cual se distingue, entre las grandes creaciones de nuestro siglo, por ser en la que más se evidencia una antigüedad esencial, que es la raíz viva de su modernidad arrolladora. La relación de Torres García con el pasado es tan original y renovadora como su visión del presente, e inseparable de ella. Nadie como él ha sabido encontrar el ángulo estético donde las piedras de una catedral romántica coinciden con los hierros de una locomotora.
Lo vi, por primera vez, en 1942, cuando asistí a una de sus conferencias sobre el arte prehistórico. Había pocos oyentes, pero todos lo escuchaban con un respeto casi religioso, aunque después supe que muy pocos de ellos entendían algo de lo que estaban oyendo. De inmediato se apoderó de mí un sentimiento muy similar al de aquellos sorprendentes feligreses, porque aquel hombre fogoso y sereno con la serenidad del que, desde hace mucho tiempo, está acostumbrado a su propio fuego- era el sacerdote de un extraño culto, en el que se pasaba de la estética a la metafísica del arte y de la metafísica del arte a la mística de la pintura. Creí estar oyendo a un hierofante eleusino redivivo, que pretendía iniciar en los sagrados misterios a quienes, como yo, no estábamos preparados para ello. Pronto comprendí que Torres García, aunque tenía en cuenta a su auditorio, hablaba, sobretodo para sí mismo, y que, por ese ensimismamiento, aquel extraordinario monólogo público se convertía en un sermón que debía ser predicado inevitablemente y puntualmente, aun en el desierto. Lo paradójico era que en gran parte su fuerza de comunicación o de atracción- radicaba en lo que sus palabras tenían de soliloquio prensible. No se trataba, sin embargo, de un orador brillante, sino de todo lo contrario, pues se expresaba con cierta monotonía y en un lenguaje muy simple. Para destacar una idea elevaba un poco la voz, o repetía el concepto, empleando, a veces, expresiones tales como esto es muy importante , y otras similares. Cuando terminó su disertación, quedó un momento en silencio, recorrió la concurrencia con una mirada casi colérica algunos aplaudieron y se ruborizaron de haberlo hecho a destiempo- levantó un brazo y dijo algo así: El verdadero arte está en saber trazar dos rayas, y nada más Mientras pronunciaba estas palabras, su mano cortó el aire dibujando la cruz ortogonal. No supe si el gesto nos bendecía o nos condenaba. En mi cabeza daban vueltas nociones nuevas, y todavía vagas, sobre lo abstracto y lo concreto, la estructura, los signos o símbolos mágicos, lo mental y lo visual, la medida armónica y el Compás de Oro. Me sentí culpable y avergonzado por desconocer la Gran Tradición Universal (así, con aplastantes mayúsculas), que se había iniciado en el Neolítico para interrumpirse, o soterrarse, en el Renacimiento y volver a resurgir, tímida y contradictoriamente, en este siglo, a partir de Cézanne. Me consolaba la sospecha oscura de que esa Gran Tradición era, en parte, un descubrimiento y, en parte, una creación del propio Torres García. Un amigo común no recuerdo quién- nos presentó, cuando él ya se marchaba, cubierto por un pesado abrigo sobre un traje muy grueso. Su garganta estaba protegida por una bufanda de lana y su cabeza por un sombrero de invierno que dejaba escapar sus largos cabellos blancos. El color de sus ropas correspondía a diversos tonos de una paleta ocre. Su cuerpo encorvado y delgadísimo huesos, nervios, piel- daba la impresión de una tremenda energía encerrada en una cápsula endeble, que necesitaba, para protegerse, de un gran calor constante, casi insoportable para las personas normales. Estaba rodeado por su mujer, Manolita que lo acompañaba infatigablemente a todas partes- y tres de sus cuatro hijos: Augusto, Ifigenia y Horacio. Ella, de una simpatía fuera de lo común, me saludó con extrema amabilidad; los hijos, con huraña desconfianza. Torres García clavó en mí sus ojos claros y me miró como sólo él sabia mirar. Yo era, entonces, barbiponiente y pretencioso intelectualillo de diecinueve años. Me sentí mediado, sopesado, vaciado y clasificado, como una planta o un molusco. Tuve, sin embargo, la alegría y el miedo de intuir que, por primera vez en la vida, alguien me consideraba como un ser verdaderamente importante, aunque fuese con la importancia del cordero para el lobo. Me preguntó qué hacía y, ante la simple pregunta, caí en la cuenta que todas mis genialidades en prosa y en verso eran tonterías sin valor alguno. En el momento de despedirnos me invitó a ir a su casa, esa misma semana, y me pidió que le llevara mis cosas . Quede confuso, asustado y en la gloria. Retrasé casi dos meses mi visita. Me demoraba el temor de dar un paso que sabía decisivo. Durante todo ese tiempo, Torres García, su obra, sus ideas y su enseñanza fueron mi preocupación principal y casi exclusiva. No pasaba día sin que me viera con alguno de sus discípulos que era amigo mío, para preguntar, indagar, discutir y, sobre todo, para ver de sus cuadros, la mano, la mirada, el espíritu del maestro. Cuanto más sabía de él, más misterioso me parecía. Por fin me decidí y, una tarde, fui a su casa en compañía de Gonzalo Fonseca, quien le llevaba varios cartones para que se los corrigiera. Cuando atravesé el umbral de la puerta de calle experimenté una emoción similar a la del que pisa la cubierta de un barco que va a partir hacia un país desconocido, sabiendo que no podrá regresar jamás. Si, después de casi treinta y cinco años la sucesión de los hechos se me aparece confusa, el recuerdo de mi estado de ánimo es clarísimo y sé que ha de conservarse inalterable hasta el día de mi muerte. La casa era modesta, pero amplia, cómoda y acogedora. Reinaba allí la limpieza y el orden sin frialdad. No había lujos y todo era bello, discreto, calido y armonioso. El estudio de Torres García era una habitación grande con una ventana que se abría sobre un pequeño jardín. En ella predominaban los cuadros y los libros: éstos cubrían una pared, sobre unas estanterías construidas por el propio pintor- de una rara estructura, única en su género, muy funcional y extremadamente hermosa; los cuadros se alineaban, en tres largas filas, contra la pared opuesta. Un enorme caballete, muy pesado y de gran solidez, se erguía, dominante, casi en el centro del estudio. Torres García avanzó lentamente hacia nosotros diciéndonos que nos había hecho esperar porque estaba terminando de pintar un cuadro. Vestía una túnica de ocre pálido, que se doraba con las últimas luces del atardecer. Ni en la túnica ni en sus largas manos muy blancas había una sola mancha de pintura. Con el tiempo comprobé que podía pintar el cuadro más grande y empastado sin que en su persona quedaran huellas del trabajo recientemente realizado. Lo he visto bajar de un andamio, después de terminar un mural de muchos metros cuadrados, tan impecable como había subido. Hasta la pequeña paleta que empleaba aunque tuviera una gruesa capa de pintura endurecida- daba la impresión de una extraña limpieza, como no he conocido otra; los distintos colores se destacaban, claramente definidos, pues no necesitaba hacer muchas mezclas para encontrar el matiz o el tono justo. Solía decir que bastaba mirar la paleta de un pintor para adivinar la índole y la calidad de su pintura. Me reconoció de inmediato y me recordó, con entera precisión, lo poco que habíamos hablado. Murmuré unas disculpas confusas. Me interrumpió con un gesto, comprendiéndolo todo. Llenó una pipa con un tabaco negro y duro y lanzó una bocanada de humo acre difícil de soportar aún para el fumador más acostumbrado. Como tuve que hacer esfuerzos evidentes para contener la tos, afirmó, muy convencido, que era el tabaco más barato y el mejor del mundo, y que, cuando uno se acostumbraba a él, no lo podía sustituir por ningún otro. Yo, que no podía hablar, asentí con vehementes movimientos de cabeza, teniendo la íntima seguridad de que si llegaba a fumar una pipa de ésas me moriría sin remedio. Se sentó en un sillón, dando muestras de estar cansado, y me indicó una silla de madera, muy original por su forma, diciendo que la había hecho él mismo y que podría comprobar que era muy cómoda. Me senté y lo comprobé. Miró a Fonseca, que seguía de pie, y éste se inclinó sobre su paquete de cartones, escogió uno y lo colocó, apoyándolo en el suelo, frente al maestro, quien después de mirar la pintura con gran atención, hizo una seña siempre en silencio- y, el discípulo puso un nuevo cuadro al lado del primero. La operación se repitió hasta que todos los cartones no recuerdo su número- quedaron a la vista. Pasaron cuatro o cinco minutos silenciosos y muy largos; Torres García se levantó trabajosamente, dio unos pasos y señaló uno de los cuadros, diciendo que era muy bueno. Se dirigió hacia el cuadro elogiado, lo cogió y lo puso en su caballete, convirtiendo ese solo hecho en la mejor alabanza. Mientras realizó todas esas acciones nadie se atrevió a ayudarlo, a pesar que daba la impresión de estar haciendo el esfuerzo penoso de ejecutarlas. Enumeró una a una las virtudes del cartón que teníamos adelante, empezando por los detalles más concretos del oficio de pintar hasta llegar al sentido profundo y al alma de la obra, que apareció nueva y espléndida ante mis ojos como si nunca la hubiera visto antes. Me llené de una intensa alegría al comprobar que mi amigo era un artista tan grande que había sido capaz de crear aquella maravilla. Sin saber bien por qué, yo mismo me sentí halagado, como si compartiera la gloria de Fonseca que tenía mi edad y con quien en aquel entonces participábamos de tantas cosas-, y me creí con el talento suficiente para escribir los poemas más extraordinarios en cuanto regresara a mi casa. Torres García, que había hecho una pausa, y probablemente vuelto a encender su peligrosa pipa, comenzó a señalar algunos defectos sin importancia y muy fáciles de corregir- que el cuadro tenía. También los enumeró uno a uno. Y la obra maestra se fue apagando, hasta quedarse muerta y vacía de alma. A la mañana siguiente, en el taller de Fonseca, tomamos mate, quemando los famosos cartones en un fogón para calentar el agua. Torres García volvió a sentarse y dijo a Fonseca que continuara por ese camino. Aunque no se distinguía por ninguna parte ningún camino particular que mereciera la pena ser andado como no fuera el que marcaban los lineamientos generales del constructivismo-, no pude advertir ni en su voz ni en sus ojos la menor sombra de ironía. Quedé confuso ante aquella aparente contradicción, que Fonseca seguramente acostumbrado a experiencias similares- parecía admitir como el hecho más normal y más lógico del mundo. Torres García se volvió hacia mí y me preguntó por mis cosas . Le contesté que no las había traído porque consideraba muy malas. Hizo un gesto de impaciencia, como si yo hubiese dicho una estupidez o mi autocrítica lo molestara. Me dijo que seguramente en algún momento las tuve por buenas, porque de otro modo no las hubiera escrito, y que, por lo tanto, podía equivocarme al condenarlas ahora. Busqué una disculpa y le dije que al leerlas con más frialdad que al escribirlas me había dado cuenta de su escaso valor y que de cualquier manera que fuese no podía mostrárselas porque las había roto y sólo sobrevivían en algunos periódicos y revistas, unos pocos poemas, cuentos y ensayos que prefería no haber escrito ni menos publicado. Sus ojos, transparentes e implacables, se entrecerraron y se apretaron sus labios, como si quisieran frenar al felino de su alma, dispuesto a lanzarse sobre mí. Tuvo un momento evidente de terrible cólera, y yo de miedo. Supe que si no hubiera logrado contenerse me habría insultado y probablemente expulsado de su casa. Comenzó a respirar con cierta fatiga, como si acabara de hacer un esfuerzo. Se repuso y me dio la primera gran lección de mi vida. Cuando pronunció las primeras palabras, se vio que su ira no había pasado enteramente pero que estaba siendo dominada y administrada por una voluntad superior. Sin injuriarme nunca, me trató de vanidoso y pueril. Me dijo que había temido mostrarle mis escritos y los había destruido porque me daba más importancia a mí mismo que a la literatura; que cuando se es joven tanto da escribir bien como mal, porque lo único que interesa es la actitud espiritual con que se escribe y el concepto que se tenga del hecho literario , que no difiere, sustancialmente, del hecho pictórico ; que en los comienzos es preferible escribir mal y que hay que desconfiar de los que tienen facilidad de empezar escribiendo o pintando bien, según el punto de vista académico, o sea, para el criterio vulgar; que lo fundamental estaba en que yo debía llegar a convencerme que la poesía y el arte existían, verdadera y objetivamente, fuera de mí y muy por encima de mí, como otro mundo lejano que contenía la significación del mundo real; que si quería ser un escritor era preciso que me olvidara de mí mismo y procurara con todas las fuerzas de mi alma acceder a ese otro mundo donde lo profundo eran las formas y donde la ley y la libertad eran tan inseparables que se necesitaban recíprocamente. Me dijo muchas cosas más, pero mi memoria ha olvidado algunas y simplificado las otras. Sé, sin embargo, que sus palabras, sus silencios, su persona entera y todo lo que lo rodeaba, en aquel espacio y en aquel tiempo decidieron de mi destino. No recuerdo si puesto por él mismo o después de una indicación suya- por su hijo Augusto, apareció en el caballete un cuadro construido a base de pequeños cuarteles rectangulares que parecía contener y ordenar el infinito. Me preguntó qué opinaba. Farfullé mi admiración con muy poca coherencia. Aceptó mi confuso comentario, alabó mi buen criterio, cogió al vuelo alguna de mis frases inconexas y la desarrolló haciéndome decir lo que nunca se me hubiera ocurrido. Su enfado había desaparecido por completo y sólo había en él una extraordinaria lucidez entusiasta. Se refirió primero a las relaciones del arte con la naturaleza, por un lado, y con las ideas o el espíritu, por otro. Habló después del constructivismo y de su difícil equilibrio entre la abstracción mental y la visión sensorial. De pronto afirmó también sin ironía- que era probable que Fonseca y yo tuviéramos más talento que él, pero que para pintar aquel cuadro había tenido que andar un largo camino, a partir de un camino, mucho más largo recorrido por el hombre a través de los tiempos. Señaló la tela y dijo algo así: No sé si para pintar esto hay que ser más o menos genial, y no me interesa. No sé si es una obra muy bella, magnífica, excepcional, y tampoco me interesa. Sé que es lo que debe ser, porque es verdadera . Calló un momento, y agregó: La verdad y la libertad son lo último que se conquista. Y se conquistan juntas. la verdad nos descubre la realidad, la ley y la medida; la libertad hace posible la creación . Yo ya había comprendido que las dos correcciones del cartón de Fonseca, afirmativa una y negativa la otra, no eran contradictorias, sino complementarias: en la primera había relacionado la obra con las posibilidades que Fonseca tenía entonces como pintor; en la segunda había levantado hasta el nivel de la pintura en sí, para confrontarla con ella. Nos mostró varias obras constructivas más y algunos retratos de hombres célebres o de Héroes , como él también los llamaba: Velásquez, El Greco, Leonardo, Beethoven, Cristóbal Colón, Bartolomé de las Casas, Unamuno, etc. Recuerdo que frente al retrato de Beethoven dije que me parecía un boxeador o un luchador que acababa de componer la Sinfonía Pastoral. Se mostró muy contento con mi observación aunque es probable que lo del boxeador no fuera de su agrado-, y me dijo que efectivamente, cuando lo estaba pintando pensaba, sobre todo, en la Sexta Sinfonía. Cuando nos pusimos de pie para marcharnos, me habló con mucha amabilidad y me pidió que continuara escribiendo, que no tuviera temor en mostrarle lo que hiciera, porque, aunque él sólo era un pintor y no un literato, había leído mucho, tenía amistad con grandes escritores y porque, en resumidas cuentas, todas las artes coincidían en una esencia común. Al despedirnos me dijo: Hay que ser humilde y fuerte. Vuelva cuando quiera . Mientras caminábamos bajo las estrellas, en dirección al Prado, donde ambos vivíamos, Fonseca comentó que Torres García se había formado una buena impresión de mi persona. Le dije que creía lo contrario, porque había provocado su enojo con mi torpeza y porque él nada sabía de mí ni de lo que hacía. Mi amigo sentenció enigmáticamente: El viejo siempre sabe . Y terminamos nuestro camino en silencio. Como Torres García me había invitado a que volviera a su casa, respondí su invitación con tanta asiduidad que muchas veces, supongo, llegué a ser molesto y a despertar diversos deseos de que espaciara más mis visitas y de que las hiciera más cortas. Pero yo era muy joven, y mi afán de saber y de vivir en otra dimensión, me hacía atropellar todas las normas de la discreción y del comedimiento. No fueron pocos los días en que llegaba un poco antes del almuerzo y me iba después de la media noche. Torres García me soportó siempre con impasible estoicismo y nunca me dio muestras de fastidio o de aburrimiento que, sin duda, debió experimentar, en varias oportunidades, ante mi reiterada y prolongada presencia. Me avergüenzo y me alegro ahora de mi incorrección juvenil, porque ella me permitió conocer, hasta en sus menores detalles, la personalidad y la vida en sus últimos años- de uno de los hombres más grandes de nuestro tiempo. Lo conocí como marido, como padre, como amigo y como maestro. No digo como artista porque lo era siempre, porque la plenitud de su existencia cada uno de sus actos estaba determinado por el arte. Era un artista cuando hablaba, escuchaba, caminaba por la casa, corregía a sus discípulos y cortaba el pan sobre la mesa. Sólo lo vi pintar muy pocas veces, desde lejos y fugazmente cuando se entreabría la puerta de estudio-, porque la pintura era para él un oficio solitario: una tarea íntima, alejada del público. Una de las cosas sin importancia que me sorprendió fue descubrir que pintaba con la mano izquierda aunque empleaba la derecha para escribir y para todo lo demás. Su defecto o exceso- más evidente y notorio era la cólera y, como acabo de contar, yo estuve a punto de ser víctima incauta de ella en mi primera vista a su casa. Aunque poco frecuentes, sus accesos de furor eran tan violentos como, por suerte, breves. Cierta vez que, en medio de una discusión acalorada, alguien le dijo una frase que pudo ser interpretada como impertinente o injuriosa, Torres García levantó una silla por encima de su cabeza con la intención de romper la de su interlocutor. Y se la hubiera roto si no intervienen otras personas, y principalmente su mujer; Manolita, que era la que mejor sabía calmarlo en esas circunstancias. En otra oportunidad se enteró o sospechó que en el Taller Torres García que estaba a pocos metros de su casa- algunos de sus discípulos practicaba un tipo de pinturas naturalista ajena a su enseñanza. Entró al taller ya con el ánimo alterado, y cuando vio las obras que allí había y la que un pintor en ese momento ejecutaba, su furia se desbordó de la manera más estrepitosa: se dirigió a todos los que se encontraban en el local con los peores insultos, de los cuales idiotas y traidores eran los más suaves y los únicos que se pueden reproducir. Arrojó los cuadros por el aire y agujereó algunos a puntapiés, mientras gritaba: ¡Quiten mi nombre a este taller y pónganle Taller de artes imitativas ! El alumno que estaba pintando se echo a llorar, en una crisis de nervios, frente a los restos de su obra. El propio Torres solía decir que su pecado más grave era la ira y que si tenía que ir al infierno sería condenado al círculo cuarto, donde Dante castiga a los iracundos. Ante esta afirmación escatológica, le recordé una vez los bellos y tenebrosos versos que Dante hace decir a los iracundos en el Canto Séptimo del Infierno. Fiti nel limo dicon: Triste fummo Ne l aere dolce che sol s allegra Portando dentro acidioso fummo. Torres García me hizo repetir los tres endecasílabos, alabó su belleza y me dijo que él jamás podría hacer suyas esas palabras, porque era todo lo contrario de un hombre triste; porque creía que la característica de la espiritualidad era una serena alegría; porque no admitía ninguna forma de violencia y detestaba a esos melancólicos sombríos que todo lo ennegrecen con su visión rencorosa, y , finalmente, porque la cólera no era habitual en él, sino lo extraordinario y lo que a veces cada vez menos- perturbaba su búsqueda de la paz y el equilibrio. Cuando, más tarde, me enteró que Fray Luis de León poeta que Torres García admiraba mucho también había sido un iracundo, asocié inmediatamente la personalidad del escritor castellano con la del pintor uruguayo, y me di cuenta que hay ciertas formas de la serenidad y la armonía que sólo pueden ser conquistadas por los espíritus apasionados que no se cansan de vencerse, sin tregua, a sí mismo. De todos modos, siempre he pensado que el temperamento colérico de Torres García menos dominado en la juventud que en la vejez- y su inflexible intransigencia con relación a determinadas ideas estéticas, contribuyeron a impedir que alcanzara en los cuarenta y tantos años que no estuvo en Europa- el prestigio que la calidad excepcional de su obra merecía. Sin embargo, esa intransigencia frente a pintores, críticos y marchands si fue causa de muchos sacrificios y penurias, sirvió también para mantener la grandeza, la solidez y la originalidad de una obra sin concesiones a ninguna circunstancia externa, en la que coinciden la más pertinaz unidad de orientación con la más rica variedad de maneras y procedimientos. Por no transigir con las exigencias del mercado de la pintura, por no estar de acuerdo con los caminos que en ese momento el arte recorría, por negarse a complacer los gustos del público, o no traicionarse, en suma a sí mismo, Torres García, en 1934 abandona la tentadora y dura Babel del Viejo Mundo para regresar a su tierra, el Uruguay, en el lejano sur de la América del Sur. Se había ido cuando era un jovenzuelo de dieciséis años, deseoso de aprender los secretos del antiguo oficio de la pintura europea, y volvió como un hombre de sesenta años, lleno de sabiduría, dispuesto a enseñar una nueva y la más ambiciosa- concepción del arte. Tan ambiciosa fue esa concepción, el constructivismo, que pretendió ser la síntesis suprema entre los elementos más fecundos de las principales tendencias del arte moderno cubismo, surrealismo, neoplasticismo-, por un lado, y las creaciones más permanentes y universales del arte del pasado, por el otro. Torres García no sólo buscaba su pintura, sino la pintura en sí; no una forma más del arte, sino el Arte Absoluto. Antes de continuar con la vida de Torres García en Montevideo, hasta su muerte, y con los recuerdos más importantes que conservo de su actividad y de su persona, es necesario que nos detengamos un poco en el constructivismo, después de hacer una breve referencia al itinerario que recorrió para llegar a esa nueva teoría. A fines de la centuria pasada, cuando tenía poco más de veinte años, demostraba dominar con asombrosa perfección el oficio académico de la pintura, que había aprendido en España, la tierra de sus mayores. Muy poco después, a principios de este siglo, revela un creciente desasosiego ante esa vieja y noble técnica de pintar, en la que todo ya está hecho y que nada nuevo dice. Ya se ha pronunciado la terrible pregunta: el pintor ha visto el rostro de su esfinge, y ha visto, además, que ella lo mira con devoradora fijeza, con los ojos que no sueltan. Su búsqueda, nunca satisfecha, fue orientada por Van Gogh, Gauguin, Toulouse-Lautrec más en particular- y, por supuesto, le père Cézanne : en todos ellos estaba la pintura, pero ninguno de ellos, ni nadie, era la pintura misma. Eso lo supo Torres García desde el principio, y eso fue lo que enseñó hasta el final: la pintura no es propiedad de alguien. El pintor al igual que los antiguos poetas- debe invocarla como una esquiva divinidad; citarla, como el amante a la amada o como el torero al toro-, y ella concurrirá, graciosa o mortalmente, a la cita, revelará los misterios y en una suprema inteligencia mística- hará don de sí misma en la medida que el requerimiento sea una entrega. Esta idea platónica y, en cierto modo, neopitagórica del arte es el fundamento, cuasi romántico, del extraño clasicismo personal de Torres García, el cual tiene poco que ver con lo que comúnmente se conoce bajo ese nombre y que muchas veces significa todo lo contrario porque el pintor uruguayo lo encuentra más en Egipto y en la Grecia preclásica que en la Grecia de Pericles; más en el periodo gótico que en el Renacimiento y más en romántico que en el gótico. Cierto es que, en Barcelona, con lejana influencia de Puvis de Chavannes, encabezó con la colaboración de Eugenio d`Ors- una arte mediterráneo, inspirado en Grecia y en Roma, y que pintó frescos en los que parece flotar el espíritu bucólico y geórgico de Virgilio. Sin embargo, pronto abandonó las tentaciones nostálgicas de ese arte arcaico y se lanzó a expresar cada vez con más intensidad la vibración delirante y feroz de la vida moderna, hasta llegar a 1928, que fue la culminación de esa etapa. En ese año que algunos comentaristas han denominado el divino 28 -, Torres García pintó como nunca, tanto en cantidad como en calidad: creaba varios cuadros por día, sin pausa ni sosiego, con el frenesí luminoso de un visionario enteramente dedicado a objetivar su resplandor interior. Tan fugaz como fecundo, fue el periodo dionisíaco por excelencia, dentro de la trayectoria del gran maestro, y las obras que llevan esa fecha así lo demuestran: cálidas, expresivas, vehementes, apasionadas violentas a veces-, de originalidad y sabiduría asombrosa siempre, integran un conjunto que ha quedado como uno de los ejemplos más importantes, en nuestro siglo, de eso que los pintores los que no quieren saber de confusiones- denominan la pintura pintura . Se podría decir empleando la terminología goethiana- que en 1928 Torres García vivió las catarsis romántica que le permitió curarse del romanticismo. Poco tiempo después, entre el final de 1929 y principios de 1930, encontró su estilo clásico propio con la creación del constructivismo. Por ese entonces, en un francés bastante rudimentario, escribió un libro titulado Dessins, que es, en realidad, el más antiguo manifiesto del constructivismo que existe. En dicho manifiesto Torres García llega a decir cosas como ésta: Algo que yo sé bien es que me interesa mas un museo etnográfico que un museo de pintura. El hombre de las catedrales ha pasado; el hombre de hoy construye máquinas. Grandes puentes metálicos. Grandes transatlánticos. Y Usinas . Eso lo dice uno de los más grandes pintores de nuestro tiempo, luchando contra sí mismo y contra lo que más quería. La pintura la que tanto le había dado y a la que había entregado su vida- ese artilugio de nigromancia, que pretendía apresar la luz con el conjuro de sus sombras ilusorias claras las luces de las sombras vanas - se convirtió en la gran tentación diabólica, en el pecado original del que había que purificarse para encontrar el arte verdadero. Torres García, que era capaz de contradecirse como el mejor, no insistió mucho tiempo en esas negaciones, aunque conservó algo de su esencia: entre tantas pinturas particulares era necesario dar con una pintura universal que contuviera toda la pintura; encontrar un dimensión en la que armonizaran una catedral, un puente metálico y un trasatlántico. En su afán de unir los contrarios, Torres García, frente a las tendencias que predominaban en aquella época, inventó la síntesis que superaba los términos, dialécticamente opuestos, del surrealismo y el neoplasticismo, los cuales siempre estuvieron al borde de lo extrapictórico, pues si en el surrealismo predominaba la poesía, el neoplasticismo se orientaba hacia la arquitectura. En ese sentido se puede decir que así como el cubismo está un paso antes de esas dos posturas antitécticas, el constructivismo está un paso después. El primero las anuncia, embrionariamente; el segundo trasciende y abarca en una unidad superior, en la que coinciden lo particular y lo universal, lo subjetivo y lo objetivo, lo mental y lo sensorial, la lógica y lo irracional, la estética y la metafísica. Más cerca, por un momento, del neoplasticismo que de las otras escuelas, Torres García dedicará más tarde a su amigo Piet Mondrian el libro Estructura, donde desarrolla las ideas fundamentales del arte constructivo. No obstante esta relación con el neoplasticismo, y en particular con Mondrian, Torres García rechazó muy pronto la abstracción total casi con tanta vehemencia como había rechazado el naturalismo imitativo. Para él ambos extremos eran inventos nórdicos, procedimientos bárbaros, ajenos al espíritu de esa secreta tradición clásica que siempre anima las creaciones del gran arte universal. Por eso la pintura constructivista medida por el compás de oro y dentro de un orden rigurosamente ortogonal-, aunque puede considerársela como arte abstracto, contiene referencias a la realidad mediante grafismos, signos o símbolos de las cosas. Pero contrariamente a lo que se podía suponer, Torres García enseñaba que no eran los símbolos los que debían determinar la estructura de la obra, sino que era la estructura la que determinaba la índole de los símbolos. Porque en el constructivismo los símbolos no son de carácter intelectual, pues no expresan tales o cuales mensajes que pueden ser descifrados, sino formas mágicas que deben ser aprehendidas en sí misma, como hechos plásticos puros. Simplificando un poco más las cosas, se podría decir que, desde el punto de vista de la pintura y del arte, el constructivismo está en la trayectoria de los grandes cubistas, y que, desde el punto de vista de la abstracción geométrica y de la teoría, se vincula lejanamente, a los elementaristas o neoplasticistas, Sin embargo, mientras Mondrian parece, a veces un geómetra que pinta, Torres García es siempre un pintor que a veces y sólo en parte- hace geometría. Es cierto que en el arte constructivo como en la Academia de Platón- nadie entra que no sepa geometría , pero también lo es que esa platónica condición previa a la iniciación artística está muy lejos de ser suficiente para la revelación final de los misterios. Como para Platón, para Torres García platónico ferviente- lo geométrico no fue, al principio, otra cosa que un punto de partida desde el cual se podía comenzar a establecer la diferencia entre el fenómeno y la esencia, entre la apariencia y la verdad, entre el orden sensible y el orden racional, entre la doxa y la episteme, entre lo fugitivo y lo eterno. También como Platón, Torres García fue acercándose, a una suprageometría y a una mística pitagórica de los números sagrados. El paralelo no termina aquí, pues, de la misma manera que Platón, en su extrema vejez, se lanza, desde sus más altas y abstrusas visiones y combinaciones metafísico-numéricas, a la interpretación cosmogónica del origen de esas mismas cosas, aparentes y fugaces, que tanto tiempo había despreciado, y se plantea por primera vez, la existencia de la materia en sí, coeterna de las ideas y gran receptáculo de las formas; de esa misma manera, repito, desde las cumbres hiperuranias de las abstracción geométrica y simbólica, Torres García proyecta nada menos que la recuperación del objeto, proponiéndose una nueva cercanía entre la naturaleza y el arte, mayor que la que el constructivismo planteaba. De esta comparación entre el gran pintor y el más grande de los filósofos surge la preocupación teórica, crítica, estética y metafísica de Torres García, quien, además de pintar incansablemente fue, quizá, el escritor más fecundo de la historia de la pintura. Y para explicarnos este extraño caso de un pintor filósofo, podemos recordar algunas de las observaciones de Paul Valery sobre Leonardo da Vinci: Esto es, pues, lo que me parece más maravilloso de Leonardo, aquello que lo opone y lo une a los filósofos mucho más extrañamente y más profundamente que todo lo que he venido alegando acerca de él y de ellos; Leonardo es pintor, digo que tiene por filosofía la pintura. En verdad, es él mismo que lo dice, y habla de la pintura como se habla de la filosofía; es decir, que todo lo que refiere a ella. Este arte (que la mirada del pensamiento aparece como tan particular y tan alejado de poder satisfacer a toda inteligencia) le merece una opinión excesiva; lo consideraba como fin último del espíritu universal Más adelante Valery agrega: En lo que toca a nuestros hábitos, Leonardo parece una especia de monstruo, un centauro o una quimera, por la ambigüedad de la especie que él representa para los espíritus demasiados ejercitados en dividir nuestra naturaleza, en considerar a los filósofos sin manos y sin ojos, y a los artistas, de cabeza tan reducida que ella sólo caben instintos... . Es indudable que si Leonardo y Torres García no son filósofos en la acepción estricta de la palabra, también lo es que pertenecen a una clase rarísima de artistas. Como filósofos, piensan que la verdad última se obtiene por un acto de creación reveladora y visionaria, y no por una demostración lógica; como artistas, hacen del acto creador el resultado de una larga meditación, y no la consecuencia inconsciente de un impulso ciego. Esta clase de espíritus anfibios que viven en las profanidades tenebrosas del mar y respiran el aire claro de los cielos- suele aparecer en los momentos culminantes y, a la vez, críticos de una cultura, y aunque son los más profundos representantes de su tiempo, se sienten, en gran medida, extemporáneos. Torres García se dio cuenta que su arte ya no coincidía con aquel mundo caótico que lo rodeaba y que estaba a punto de derrumbarse. Cinco años antes de la Segunda Guerra Mundial regresó al Uruguay, con muchos cuadros, con muchas ideas y con la íntima convicción de que ese regreso era fundamental para alcanzar la plenitud de la madurez artística y para decir su última palabra. Así fue, en realidad, porque lo cierto es que en Montevideo pintó sus obras maestras, desarrolló ampliamente su pensamiento y ejerció una enseñanza que no tiene parangón en lo que va de siglo. Es significativo que, poco después de terminada la guerra, se negara a exponer en una de las más importantes galerías de París. Justificó su negativa diciendo: París es de Picasso. Yo estoy muy bien en Montevideo . Un año y medio después de haber llegado a la capital del Uruguay fundó la Asociación de Arte Constructivo, que duró algunos años y que fracasó, en definitiva. La causa de ese fracaso fue que Torres García se había rodeado de una serie de pintores, hombres maduros muchos de ellos, entre los cuales los más avanzados seguían los pasos de los post-impresionistas o imitaban a Andre Lothe. Esos señores respetables y prestigiosos no soportaron mucho tiempo que aquel recién venido barriera de un papirotazo con todo lo que sabían, borrara todas sus ideas, hasta dejarlos en blanco, y les hiciera hacer cuatros o cinco rayas sobre un papel, como si fueran párvulos. Pero lo que los hombres hechos y derechos no supieron ver, fue comprendido intuitivamente, por varios artistas jóvenes, quienes establecieron el Taller Torres García en una vieja casa, casi al lado de la del maestro, para que éste sólo tuviera que caminar unos pocos pasos. Me sumé de inmediato a esos jóvenes y me dediqué, casi como única tarea intelectual, a difundir y defender el constructivismo mediante la palabra hablada y escrita. Por esta dedicación pronto fui considerado como un igual por mis compañeros, a pesar de la desconfianza justificada que los pintores suelen tener a los literatos. Ya hacía bastante tiempo que las hostilidades habían comenzado contra Torres García, quien era atacado desde varios ángulos. Para citar un ejemplo recuerdo, que después de recorrer una de sus exposiciones, un psiquiatra tonto que los hay- dijo a sus colegas que las obras que había visto eran pruebas de un tipo de locura muy interesante y digna de análisis. Otro psiquiatra de talento que también los hay-, el doctor Alfredo Cáceres, quiso estudiar directamente ese caso de demencia tan original: se hizo presentar a Torres García y se convirtió en uno de sus admiradores más incondicionales. Se podrían señalar muchos ejemplos más para demostrar hasta qué extremos pueden llegar la mediocridad, la cual, por definición, debería permanecer siempre en el medio, pero es suficiente señalar que desde la fundación del Taller en 1942- hasta 1945, la batalla por el constructivismo se desencadenó con una furia que hoy parece increíble. Éramos, entre artistas y amigos, un pequeño grupo que debía luchar contra la inmensa mayoría pensante u opinante de Montevideo. Pintores, escultores, arquitectos, escritores, críticos, periodistas, políticos, etc., se mancomunaban para combatirnos, como si fuéramos una banda de jóvenes salvajes, soliviantados y acaudillados por un loco peligroso al que era necesario destruir de cualquier manera. Las derechas y las izquierdas en un conmovedor abrazo- se pusieron de acuerdo en considerarnos enemigos de la sociedad, de la moral y del sentido común. Por nuestra parte, no nos quedábamos ni quietos ni mudos y a cada injuria contestábamos con otra peor. Cuando no hubo salas donde exponer, expusimos en el mismo Taller , cuando no hubo periódicos donde escribir ni siquiera en los que se decían los más avanzados y liberales-, publicamos nuestra propia revista, el pequeño Removedor, cuyas páginas solían quemar. Determinado por mi inclinación y por mi oficio, me transformé en el principal polemista del Taller y, además de profundizar mis ideas estéticas, me vi obligado a desarrollar el arte del insulto, hasta tal punto que llenaría de sorpresa a quienes conocen mi natural apacible. Creo que el temperamento tranquilo y conciliador que caracteriza mi madurez se debe a que en la juventud gasté juntos todos los insultos de que disponía para distribuir a lo largo de mi existencia entera. ¡Dichosos aquellos tiempos! Si, dichosos, porque cuanto más se estrechaba el círculo a nuestro alrededor, más unidos nos sentíamos y más conscientes del pensamiento y de la sensibilidad que nos movía. Trabajábamos en la adversidad con una vehemencia, una dedicación, una sinceridad y una fuerza que no se ha repetido ni se volverá a repetir jamás. Y mientras la batalla recrudecía en su entorno y por su causa, Torres García, como si nada le sucediera, continuaba enseñando el equilibrio, la armonía y la Divina Proporción. Nuestros enemigos terminaron rindiéndose con banderas, armas y bagajes. Se nos dieron todas las distinciones, los premios y los honores. Ser miembro del Taller y entender a Torres García se convirtieron en los salvoconductos de la inteligencia, la cultura y la modernidad. Todo fue fácil entonces, y lo difícil, que habíamos conquistado, se perdió para siempre. Ganamos paz y como podría decir Unamuno- perdimos la gloria. Creo que, en definitiva, fuimos vencidos, y que nuestros adversarios obtuvieron con los halagos y con una aparente y estratégica rendición, lo que no habían podido conquistar en el combate. Por encima de los azares de la buena, o la mala fortuna, Torres García continuaba preocupado de sus problemas artísticos, filosóficos, pedagógicos. Una de sus aspiraciones más profundas y permanentes fue la de realizar alguna gran obra monumental en colaboración con sus discípulos, porque quería revivir
|
Torres García y los Niños, por Michel Seuphor.
Torres García vivía en el otro extremo de París, en la calle Marcel-Sembat, cerca de la puerta de Montmartre. Habitaba un apartamento en la planta baja, con una cochera bastante espaciosa que había podido transformar en taller. La iluminación allí era mediocre, pero reinaba una atmósfera de una vivacidad incomparable que suplía la falta de luz con un desbordamiento dinámico constante. Los cuatro niños de Torres García eran los reyes allí. Arp recuerda como yo, los disfraces de indios con grandes plumas y el arco tendido que, desde la entrada, apuntaban al visitante. Juegos y empujones se sucedían entre las telas totalmente frescas, las construcciones frágiles, los manuscritos y los dibujos extendidos sobre las mesas. |
El Incendio del Museo de Arte Moderno de Río de Janeiro, Fundación Torres García 1981.
En la madrugada el 8 de julio de 1978, un pavoroso incendio destruyó el Museo de Arte Moderno de Río de Janeiro reduciendo a cenizas su valioso acervo.
Después de la segunda guerra mundial, no se conocía una semejante catástrofe artística y cultural. El desastre causó asombro y consternación en el mundo entero, lo anunció la prensa con grandes titulares: El mayor desastre de Arte Moderno , Estupor mundial ante la irreparable pérdida , La mayor catástrofe para América Latina . Si bien las causas del fuego nunca pudieron ser aclaradas, parecería que tuvieron su origen en el auditorio, donde la noche anterior un grupo de jóvenes había realizado un espectáculo que terminó muy tarde; los vigilantes se retiraron de inmediato. Se habló de un cigarrillo mal apagado, de algún aparato mal conectado, de un cortocircuito, y también se habló de la fatalidad! La alarma fue dada desde el exterior por una señora que viajaba en taxi, quien dio aviso y pidió auxilio a un piquete de policía militar, quien no lo tomó en serio; se hizo conducir entonces al Cuartel Central de Bomberos. Las primeras dotaciones que llegaron al lugar del fuego no pudieron actuar: un cuidadoso guardián, para evitar una pérdida de agua, había cerrado el grifo maestro. Cuando llegaron los equipos adecuados para atacar el fuego ya poco se podía hacer, había transcurrido aproximadamente una hora de iniciado, y se había propagado a una velocidad vertiginosa por moquettes, mamparas, tabiques de madera, y por los ductos de ventilación también construidos con material combustible. En pocos minutos había devorado aproximadamente mil obras de arte, el número exacto no se sabrá porque también se quemaron los inventarios. Las causas del fuego podrán no conocerse, tampoco mucho interesan, porque el verdadero responsable del incendio fue sin lugar a dudas la imprevisión. En el moderno edificio del Museo de Arte Moderno, no había puertas contrafuegos, sus instalaciones no contaban con ningún sistema de alarma, prevención y detección de fuego ya sea por calor, humo o flameo, sistemas que en las ciudades modernas son ya obligatorios para edificios de habitación colectiva. Es inexplicable, que sean de uso corriente cuando se trata de la defensa y el cuidado de materiales (depósitos, bancos, fábricas, etc.) valores éstos siempre renovables, pero que, desgraciadamente, no exista el mismo celo cuando se trata de la custodia de valores artísticos y culturales (museos, bibliotecas, archivos) valores éstos, que son por sí mismos irreparables. Resulta inconsolable pensar que este desastre pudo ser evitado, ya que la situación del MAM era conocida. La ex-Directora, según declaraciones a la prensa, había presentado su renuncia: por la falta de seguridad, presentía una catástrofe como la que acaba de ocurrir. En 1976, el presidente del ICOM brasilero había denunciado esa misma situación para los museos brasilero incluyendo el MAM. Más tarde, en 1977, a pedido de la compañía aseguradora, un equipo de técnicos, elaboró un informe que entre otras cosas señalaba: el sistema de prevención y combate de incendios del museo, no dispone del equipamiento mínimo para cumplir sus finalidades; la mayor parte de los extinguidores están con el plazo de recarga vencidos Si bien es penoso recordarlo, es necesario hacerlo para que este desastre sirva de alarma, y sea un llamado de atención a los gobiernos y directores de estas instituciones para que tomen las providencias necesarias evitando en el futuro la repetición de tan lamentables accidentes. Funcionan muchos Museos, Bibliotecas y Archivos sin que posean las instalaciones indispensables de seguridad para todo riesgo, o en inadecuadas condiciones para la debida conservación de su acervo. Es preciso que los gobiernos tomen conciencia de la responsabilidad que les incumbe en la conservación de los valores artísticos y culturales que están a su custodia, herencia a veces milenaria de nuestros antepasados, o creaciones de los grandes contemporáneos, obras que no pertenecen a una generación ni están circunscriptas a un país determinado, sino que constituyen, sólo una parte, del gran acervo cultural de la humanidad. No es poca esa responsabilidad. En este triste día, en ese funesto día, desparecieron obras de Van Gogh, Picasso, Dalí, Leger, Miró, Marc Ernest, Kandinsky, Matisse, y otros; pero el más perjudicado fue el uruguayo Joaquín Torres García. Estaba por terminar la exposición temporaria América Latina; Geometría Sensible , exposición que Torres García encabezaba. Las obras habían sido cuidadosamente seleccionadas dentro del período constructivo, tal vez el más representativo de su talento. El motivo de esta selección fue el envío de las mismas a la gran exposición que en junio de 1975 organizó en su honor el Museo de Arte Moderno de la ciudad de París. De vuelta hacia Montevideo, figuraron en la Exposición de Río, donde se sumaron seis obras de un coleccionista local. Esas obras 73 en total desaparecieron, nunca más podrán ser admiradas. Integraban ese conjunto los siete grandes murales que Torres García había pintado sobre los muros del Hospital Saint-Bois, los cuales, para preservarlos del deterioro a que estaban expuestos, la Fundación Torres García había logrado, recientemente, con sus recursos, desprenderlos de los muros y pegarlos en tela sobre bastidores. En la hoguera desapareció esa experiencia única de decoración mural que sintetizaba el pensamiento del Maestro y que alguien dijo acertadamente que constituía su testamento artístico. La fundación Torres-García ha creído útil la publicación de este libro aún con descoloridas imágenes de la totalidad de la obra perdida, en la seguridad que esta documentación será un elemento indispensable para todos lo que quieran profundizar en el conocimiento de uno de los más grandes maestros de la pintura moderna. Preámbulo del Libro Obras destruidas en el Incendio del Museo de Arte Moderno de Río de Janeiro Editado por Fundación Torres García, Montevideo, 1981. |
Collectin Latin Art for the 21st. Century (University of Texas Press).
El presente compendio es producto del simposio Collecting Latin American Art for the 21st Century, evento con el cual se inaugura el recién establecido Departamento de Arte Latinoamericano del Museum of Fine Arts, Houston (MFAH) conjuntamente con su International Center for the Arts of the Americas. Tanto el Departamento como el Centeo, a su vez, comparten la singular iniciativa clue conjuga, a través de un enfoque permanente an la investigación, un programa de exhibiciones internacionales aunado al esfuerzo sistemático de formar una colección. Lo más importante de este proyecto es que representa un compromiso a largo plazo contraído por uno de los museos del mainstream americano ante un campo emergente en esencia--aunque actualmente en expansión--que abarca las producciones artística, crítica y de historia del arte. El significado de este emprendimiento es doble. Se trata, en primera instancia, del reconocimiento que una institución establecida, como el MFAH, hace del aporte polifacético y considerable de América Latina a una más amplia historia del arte moderno y contemporáneo. Lo segundo es una afirmación--que cobra importancia a la luz de las recientes tendencias demográficas--sobre la pujanza de la cultura latina que está poniendo a prueba su significado creciente en el futuro de los Estados Unidos. Este auspicioso contexto viene en auxilio de la configuración de los objectvos iniciales tanto del Departamento como del Centro: coleccionar ejemplos magistrales de arte latinoamericano; presentar exhibiciones innovadoras que complementen los criterios de aquellas obras coleccionadas; producir pesquisas originales en forma tanto de muestras como de publicaciones eruditas; y, como colofón, organizar simposios y residencias patrocinadas a artistas cuya obra expanda o refuerce nuestro acervo. Brevemente dicho, este conjunto de actividades y tareas procura estimular el debate intelectual sobre los tópicos relativos tanto a la colección como a las muestras y, al mismo tiempo, les brinda un trasfondo de entrenamiento a alumnos interesados en seguir una carrera en esta atrayente área.
Según argumenta Tomás Ybarra-Frausto, de manera tan convincente, tal vez no haya un mejor lugar para el desarrollo de un proyecto de este tipo que una ciudad relativamente joven, progresista y cada vez más globalizada como Houston. Estratégicamente ubicada entre el Norte y el Sur, involucrada hasta el fondo con América Latina, ya sea en la esfera corporativa o bien en la comercial, e impulsada per la fuerza de una población latina que ya alcanza hoy el estatuto de mayoría, esta metrópoli tejana es tanto la puerta de acceso natural para los artistas y el arte del continente en los Estados Unidos como, a la inversa, un insospechado punto de penetración de los artistas "latinos" en nuestro continente. En apoyo a esta demanda de ambos, el arte de estos últimos y el de los latinoamericanos, se encuentra la propia historia de compromiso del MFAH. Partiendo de la base de una colección incipiente de pintura, obra en papel y destacada fotografía bajo su seno, amén de marcantes muestras que incluyen Hispanic Art in the United States: Thirty Contemporary Painters and Sculptors (1987) y Siqueiros: Portrait of a Decade (1997), el museo ha venido granjeándose con constancia una reputación en este campo a lo largo de los años. Debido a tan inusitadas circunstancias en lo artístico, en lo demográfico y en lo económico, Houston ocupa, de hecho, tal vez más que cualquier otra ciudad en este pais, una posición que no sólo justifica sino qua favorece--con una vehemente oportunidad--el proyecto que he esbozado poco antes. Después de todo, ciudades qua poseen expresivas poblaciones latinas como Miami o Los Angeles, por muy diversas razones, todavía no están en condiciones de llevar a cabo una misión de esta envergadura al mismo grado de compromiso ni en una escala de semejante intensidad.
El énfasis puesto en el coleccionismo, incentivo tanto dal simposio como de este compendio, cobra realce a la luz de nuestra meta básica de formar una amplia colección del arte latino de aquí y deal continente. Aun en el caso de una sólida institución como es el MFAH, una tarea de tales proporciones se va alimentando tanto de desafíos inesperados como de riesgos impredecibles. A este respecto, es fundamental el reconocer que el mero anhelo de crear una amplia colección de arte latinoamericano ha sido considerado, por muchos, como una empress dudosa, utópica incluso. Un emprendimiento, quizás, tan cuestionable como el endeble ideal de una identidad continental--craso estereotipo de "comunidad imaginaria"--que pretende abarcar los más de veinte países y centenas de grupos étnicos de que constan no sólo la región sino, además, con bastante frecuencia, algunos países específicos en el conjunto como México. Restringidas por complejas historias de nacionalismo, modernización desigual y estancamiento económico, aunados a una increíble (aunque comprensible) indiferencia hacia los demás países del continente, muy pocas instituciones en América Latina han emprendido esfuerzos para la configuración de una colección de tan largo alcance. No obstante ello, la colección de arte latinoamericano del Museo de Bellas Artes de Caracas representa la notable excepción.
Sin ambages, como Beverly Adams argumenta, "la mere idea de coleccionar el arte moderno y contemporaneo de Latinoamérica a escala continental o abarcadora comenzó, de hecho, en los Estados Unidos". Bajo el liderazgo del Museum of Modern Art de Nueva York (MoMA), auspiciado por Nelson Rockefeller, la idea de forjar una colección de gran alcance se convirtió en el cometido de algunos instituciones y coleccionistas en este país, ya desde mediados de los años 1940. El modelo inicial establecido por el MoMA, durante el período intensivo de la Guerra Fría, tuvo eco dos décadas después en el marco internacional impuesto a su colección por la Archer M. Huntington Art Gallery de la University of Texas de Austin (actualmente Jack S. Blanton Museum of Art). Con el apoyo de los coleccionistas neoyorquinos John y Barbara Duncan, la entonces Huntington Art Gallery reunió una variada colección de arte de toda América Latina con el propósito de servir de complemento al reconocido programa de estudios latinoamericanos de la University of Texas y su gran prestigio internacional en esa área. A pesar del enorme desequilibrio entre los propósitos y alcances de sus respectivos acervos, ambas colecciones padecieron destinos semejantes, a medida que las tendencias a la fluctuación en el mundo del arte, los cambios en las prioridades institucionales y la falta de recursos para adquisiciones con objetivos definidos redujeron, de modo significativo, su impulso inicial.
Dada la azarosa historia de dicho emprendimiento, debemos hacemos la pregunta sobre ¿cuales factores justifican hoy el ensamblaje de una colección que esté enfocada en el arte latinoamericano? Obviamente que son muchos y complejos. De inicio, los esfuerzos del coleccionismo institucional a todo lo largo de la América Latina son dejados atrás frente a similares objetivos en otras partes del mundo. Fuera de la conocida excepción de México, muy pocos museos en el continente han sido capaces de impulsar--mucho menos de fomentar durante un prolongado margen de tiempo--colecciones sistemáticas del arte moderno y contemporáneo de sus propios países. Una situación tan lamentable ha resultado en un hecho contundente: la inaccesibilidad del público, tanto a nivel local como internacional, no sólo a la producción artística de movimientos y creadores de renombre sino inclusive a aquellos que son menos conocidos. Entre muchos otros, habría que incluir a maestros de la talla de Joaquín Torres-García, Wifredo Lam, Jesús Rafael Soto y Rafael Barradas; importantes conjuntos como el Grupo Madí y los Cinéticos venezolanos, así como visionarios más contemporáneos sean ellos Hélio Oiticica, Lygia Clark o los representantes del Conceptualismo en Sudamérica. La lista es interminable.
A diferencia de la situación generada a mediados del Siglo Veinte, discutida per Adams, el clima actual del coleccionismo en los Estados Unidos no difiere del señalado en América Latina. Muy a pesar del creciente interés surgido en el mainstream sobre el arte latinoamericano en los ultimos años, ninguna institución importante en este país se encuentra coleccionando activamente para un despliegue permanente al público. E incluso, necesitamos subrayarlo de manera enfática: sólo al ser traído este acervo al público y a la atención de los especialistas, a través de muestras y publicaciones, el reconocimiento aunque tardío de su mérito estético podrá alcanzarse. Es ésto una verdad incuestionable en los Estados Unidos, un país que, para bien o para mal, desde los años 1960 ha fungido como el centre que revalida el arte latinoamericano. En otras palabras, lo que está en juego aquí es nada menos que el impostergable derecho a la legitimación de lo que, hasta ahora, ha permanecido siendo una tradición artística tanto marginal como de escasa ponderación. Tan intrinsecamente selectiva como deba ser, es precisamente aquí que la iniciativa del MFAH puede dejar una huella a largo plazo. De lograrlo, sin duda, estaremos llenando un vacio histórico que continúa entorpeciendo la promoción, con todos los aditamentos necesarios, de las más trascendentales manifestaciones del arte en el continente. Y, como es de esperarse, estaremos estimulando así la expansión del actual mercado para este arte procurando beneficiarnos de innovadores movimientos y artistas que serán recuperados del olvido de forma inobjetable.
A la luz de dicha realidad, así como del intensive debate que ésta provoca, parece bastante pertinente dar inicio a nuestros nuevos Departamento y Centro a través de una fructifera reflexión acerca de la genuina naturaleza del coleccionismo y de cómo esa experiencia se ha venido desplegando en el campo del arte latinoamericano desde el período posterior a la Segunda Guerra Mundial. Es por ello que este conjunto de ponencias, aunado al simposio que las generó y a las discusiones privadas subsecuentes, tiene en vista el brindar un contexto dentro del cual se puedan mapear algunos derroteros a traves de este denso y tan irregular terreno. Entre aquellas preguntas-clave que este encuentro de pensamientos procura plantearse están las siguientes: ¿Cuáles son los desafíos para coleccionarse el arte de grupos culturales y países tan heterogéneos? ¿En qué posición de coleccionismo debe colocarse una institución del mainstream en relación a las diversas tendencias, movimientos y corrientes artísticas que han venido asentando la dinámica aportación de América Latina al arte moderno y contemporáneo? En la medida en que nos enfilamos hacia un nuevo siglo y milenio, ¿cuáles tendencias o grupos deben ser privilegiados por un esfuerzo curatorial de semejante magnitud? ¿Desde qué vasta perspectiva se debe dar entrada a las complicadas historias tanto de la Vanguardia como de la Posmodernidad en ese ilimitado territorio que es Latinoamérica?
Cualesquiera que sean las respuestas específicas a tales preguntas, hay un punto que debe quedar claro: hoy en día, el dar inicio a tal colección significa responder sin tapujos a un conjunto bastante divergente de aquellos factores que encauzaron los esfuerzos primeros del coleccionismo tanto en los Estados Unidos como en el resto del continente. En el MFAH, ese tipo de empresa exige consideraciones en, por lo menos, tres factores que son cruciales: para empezar, es necesario poner en destaque tanto a los artistas como al arte de vanguardia, ampliamente desconocidos fuera de sus propios países. Segundo, tenemos que dejar atrás la visión estereotipada y reductora del arte latinoamericano que se convirtió en el mojón de referencia que ha inspirado al mercado el último par de décadas y, en su lugar, venir en apoyo de aquellas obras que responden a las auténticas búsquedas de los artistas a través de la región. Y, por último, debemos involucrarnos de modo activo en la producción artística "latina" de los Estados Unidos con el objeto de incentivar un diálogo substancial con manifestaciones similares con relación al sur. Sólo de ese modo estaremos en condiciones de lograr un verdadero entendimiento de las afinidades y diferencias entre ambas tradiciones. De acuerdo a la sugerencia hecha por Ybarra-Frausto, la meta de todo esto es el levantamiento sin precedentes de un puente entre comunidades tan cercanas por la sangre y, sin embargo, tan desconocidas una de otra. El cumplimiento de ello depende de no arrinconar al arte latinoamericano ni tampoco de hacerse un ghetto del "latino" estadounidense; muy por el contrario, debemos integrarlos cabalmente en una historia expandida del arte occidental.
Igualmente urgentes y relevantes para este proyecto son las transformaciones notables que han venido a redefinir el érea del coleccionismo del arte tanto en América Latina como a escala internacional desde fines de los años 1970. La liberación de los mercados y el intensificado flujo de arte y dinero a través de las fronteras nacionales, en los últimos cuatro lustros, no sólo aportaron mayores oportunidades para artistas y su producción, sino que han creado un nuevo despliegue identitario en relación a aquellos que, de modo tradicional, siempre fueron señalados como "coleccionistas". A resultas de ello, hemos sido testigos de una considerable exaltación--expansión incluso--del papel social del coleccionista y de su esfera de influencia. Habiendo dejado de restringirse a saciar sus propias pasiones hacia el arte o bien las posesiones individuales a la mano (el ego, la vanidad y la autogratificación incluidos), este nuevo tipo de coleccionista, al contrario, ha venido asumiendo un rol en pro de actividades que promuevan, presenten y documenten aquellos artistas de su preferencia. En ese sentido (aunque no exactamente), hoy en día, los coleccionistas se encuentran más cercanos del modelo del mecenas del arte que de aquel papel tradicional de diletante del mundillo artístico. Como tales, se encargan de la organización--llegando a veces a ser curadores--de exhibiciones; de la contratación de curadores, de restauradores y demás profesionales del mundo del arte; de preparar bibliotecas especializadas; amén de supervisar la documentación de las obras de arte que poseen. La esfera de influencia suya no se halla confinada al escenario local o nacional. Como Marcelo Pacheco observa, en contraposición, esta nueva clase de coleccionista va más allá al colocar una identidad naciente en los circuitos artisticos e intereses grupales que subyacen no obstante las fronteras nacionales. En suma, como la mayor parte de la producción del arte en la actualidad, el nuevo modo de coleccionismo se maneja en lo transnacional así como en lo transterritorial.
Tan vasto fenómeno global ha tenido eco rotundo y obvias repercusiones en la mayoría de los países latinoamericanos. Para poder asir tal magnitud, debemos tomar en cuenta que, hasta muy recientemente, gran parte de esos países del continente carecía del tipo de tradición filantrópica enfocada en la comunidad, la misma que ha nutrido de manera tan consistente el crecimiento y la consolidación de las colecciones museográficas de losEstados Unidos. Muy por el contrario, la mayor parte de esas naciones adoptó el modelo francés del patrocinio estatal desde temprana hora. A resultas de ello, la responsabilidad contraida por el Estado para la colección de arte en escala importante recaía en sí propio exclusivamente, convirtiéndolo en celoso guardián del patrimonio y defensor del ethos nacional. No fue sino hasta que el concepto de nación-estado entró en crisis en América Latina, a mediados de los años 1970, con el consecuente colapso de la infraestructura tanto cultural como artística, cuando la posibilidad de un tipo diferente de patrocinio orientado al coleccionismo salió a flote. Las ponencias aquí reunidas se derivan de la necesidad de evaluar los rasgos y el impacto producido por esas nuevas circunstancias. Los orígenes de esta tendencia en el coleccionismo artistico pueden ser detectados en la rica ciudad industrial de Monterrey. Allí, impulsada por el boom petrolero de escasa duración en los años 1970, y bajo el posterior estímulo institucional de un mercado especializado que opera desde Nueva York, un gropo de familias altamente influyentes pretendió centrarse en la formación de colecciones importantes de arte moderno y contemporáneo de Mexico y demás países latinoamericanos. En naciones como México, ésto no era un hecho insignificante, ya que ahí las colecciones privadas en gran escala habían tenido muy pocos precedentes. No es de sorprenderse, pues, de acuerdo a lo señalado por Olivier Debroise en su discusión de los museos mexicanos, que la transición en el coleccionismo de lo nacional a lo internacional y de éste al modelo globalizado haya ocurrido en medio de una serie de debates de importancia. En efecto, tales alteraciones fueron causantes de la controversia pública en torno al establecimiento de un enfoque de cuño internacional en el Museo de Arte Contemporáneo Internacional Rufino Tamayo o, más reciente, en torno a la Colección Jumex. Ambos esfuerzos merecen el debido elogio, principalmente en un país cuya doctrina pos-revolucionaria emana de una actitud hacia el arte que es nacionalista, centrada en el Estado y, más aún, "endogámica" para citar a Debroise.
Como podrá leerse en los textos que siguen, esta ola en el coleccionismo de arte no se limitó a México. A lo largo de las décadas de 1970, 1980 y 1990, estableció paralelos y apoyos en otros países de peso en la región como Argentina, Venezuela y Brasil. Entre aquellos que marcaron su huella en este esfuerzo están Marcos Curi, Jorge y Marion Helft de Buenos Aires; Ignacio y Valentina Oberto de Caracas; y Adolpho Leinner de São Paulo, todos ellos habiendo empezado a coleccioner desde inicios de los 1970s. Todos estos coleccionistas recuperaron del olvido local e internacional a movimientos y artistas de la vanguardia latinoamericana, los cuales, desde entonces, han captado la atención de los medios de comunicación y del mercado. Por ejemplo, Curi y los Helft se enfocaron en la vanguardia argentina de los 1960s; la Colección Oberto se dio a notar por su acervo del Arte Conceptual, del Informalismo venezolanos y la fotografía latinoamericana; así como Leirner fue llevado hacia el Concretismo y la vanguardia neoconcretista del Brasil. Más aún, ninguno de estos coleccionistas operó tan sólo a partir de su gusto personal; al contrario, apuntalaron sus búsquedas con documentos fundamentales, con intensiva investigación, publicaciones y, en algunos de los cases, con la instalación de galerías especiales para albergar su legado.
En las décadas que siguieron, las actividades iniciales de estos visionarios condujeron, de modo significativo, al surgimiento adicional de colecciones, igualmente extraordinarias, en Buenos Aires y otros sitios del continente. Hacia los 1990s, hay el ejemplo de la Colección de Arte Latinoamericano de Eduardo Costantini que provocó una conmoción al salir a la escena como una poderosa fuerza de opinión en la zona del Río de la Plata. Hubo, además, el caso de empresarios e inversionistas como los hermanos Eduardo y Ricardo Grüneisen que empezaron a configurar una colección notable de arte argentino moderno y contemporaáneo que incluye, en lo referente a Eduardo, destacados ejemplos de la vanguardia uruguaya. Todo ese cúmulo de actividades fue un cimiento sólido para los ahora llamados "nuevos coleccionistas", un joven grupo de empresarios de orientación global, descritos en pormenor por Pacheco.
Debido a la infraestructura corporativa que la sustenta, la Colección Patricia Phelps de Cisneros difiere del resto de los cases hasta aquí discutidos. Como un reflejo de la visión y del sofisticado gusto de los coleccionistas venezolanos Gustavo y Patty Cisneros, la CPPC puede ser considerada como el brazo armado, intelectual y diplomático, de una empresa gigantesca: el transnacional Grupo Cisneros. Como tal, ha contratado un equipo altamente especializado y distinguido de curadores profesionales, de asesores y personal técnico dedicado a la tarea de reunir e interpretar el arte a su cargo. La amplia gama de fuerzas en torno a esta organización le ha permitido a la Colección Cisneros funcionar como un potente generaror independiente tanto en Venezuela como en los Estados Unidos. Por medio del apoyo a exhibiciones, publicaciones, simposios, becas y demás asuntos o eventos, amén del coleccionismo de arte en gran escala, los Cisneros han contribuido de forma incuestionable a la legitimación del arte y grupos de artistas venezolanos, antes desconocidos o escasamente valorados. Ello incluye a Armando Reverón, Soto, Carlos Cruz-Diez, Alejandro Otero y a la artista de origen alemán Gertrud Goldschmidt, conocida an el medio como Gego.
La decisión de todos estos coleccionistas para moverse a contrapelo de las tendencias eurocéntricas del arte mundial e invertir fuertes sumas en el arte latinoamericano ha propiciado, a largo plazo, un impacto positivo en la apreciación que se hace de este arte tanto en el ámbito regional como internacional. Y no sólo las bogas locales de arte latinoamericano alimentaron su rampante surgimiento en los circuitos globales sino, lo que es más importante, generaron nuevas condiciones en el espacio socioeconómico del arte tanto en sus respectivos países como en el extranjero. En México, por ejemplo, las actividades comerciales de los grupos industriales y de medios de comunicación, en la capital y en el estado norteño de Nuevo León, llevaron a la irrupción de los primeros museos privados de arte contemporáneo en la región. Se dieron a notar, entre ellos, el recién desactivado Museo de Arte de Monterrey, abierto en 1977, y el Centro Cultural Televisa inaugurado, en la Ciudad de México, por el magnate de las redes de comunicación Emilio Azcárraga Milmo. A pesar de que la pérdida de ambos museos es un revés considerable, la batalla por el arte latinoamericano ha vivenciado varios éxitos. Entre ellos el del Museo de Arte Contemporáneo (MARCO) de Monterrey, fundado en 1991 por el empresario Diego Sada y el Grupo Alfa, además de la reciente Colección Jumex, un actualizadísimo espacio de exhibición para el arte contemporáneo. Este último, localizado en las afueras de la Ciudad de México, acoge la colección internacional de arte--la primera en su género en este país--del joven capitán de industrias Eugenio López. De modo semejante, la reciente apertura del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires, en el confín opuesto de la región, indica la continua expansión que su fundador, Costantini, ha hecho de la tendencia coleccionismo-financiero en la Argentina.
Todos los desarrollos que he destacado hasta aquí son indicadores de una nueva fuerza en el campo del arte latinoamericano: el coleccionista-mecenas de orientación global y privatizada. Muy similar a nuestra propia tarea de curadores, el vigor de este nuevo enfoque del coleccionismo radica en su potencial para agilizar tanto las influencias políticas como los recursos financieros con objeto de promover e implantar otros valores donde áun no existen o son escasamente reconocidos todavía. Dicho fenómeno, por supuesto, no es exclusivo de América Latina, aunque localiza su muy peculiar momento y enjundia en las limitaciones inevitables y debilidades endémicas de nuestro emergente campo. Se puede argumentar que, en cads uno de los casos antes descritos, las restricciones impuestas por los contextos tanto locales como de prejuicios centralizados hegemónicos han transformado el acto privado y ancestral de la colección de arte--sin dejar de mencionar el ejercicio sublime del gusto individual--en un emprendimiento de carácter público. La gran mayoría de los coleccionistas aquí representados ha tomado parte en este proceso y puede corroborar las dificultades que involucra dicha tarea volcada hacia el interés comunitario. No obstante, soy de la opinión de que todos ellos reconocen que, a pesar de lo dificil que ha sido subsanar el camino, las recompensas, en fin de cuentas, han sido abundantes.
Para concluir esta presentación, quisiera externar un pensamiento final. Según lo hemos planteado para el futuro del arte latinoamericano en Houston, debemos tomar en consideración el carácter específico de esta nueva dinámica y su capacidad potencial derestructurar el futuro del campo de modo radical. Sin embargo, no podemos olvidar cuan frágiles son todos los esfuerzos que se dirigen individual mente. A la luz de esa evidencia--y en función de ser hoy la inauguración del Departamento y Centro a mi cargo deberé enfatizar que el bienestar sostenido no sólo de nuestros esfuerzos sino también de los relativos al campo en general quedan en la dependencia de que se establezcan vínculos y alianzas con coleccionistas que compartan propósitos semejantes por vía de las instituciones que hen creado. Y ésto, sin lugar a dudes, incluye el que sean factibles a largo plazo las tareas que nos hemos fijado en el MFAH. Por lo tanto, este primer proyecto va más allá de que ayudemos al museo a pensar a lo largo de su iniciativa latinoamericana; más que cualquier otra cosa, se trata de una invitación para que comencemos una reflexión conjunta sobre todos los asuntos que dicha iniciativa entraña.
Antes de dar por encerrado el asunto, quisiera hacer un justo reconocimiento de todos aquellos involucrados en la realización de este simposio y en su hechura como libro. En primerísima instancia, me gustaría agradecer tanto a los Miembros del Patronato del Museo como a su director, el Dr. Peter C. Marzio por haber acogido, de manera tan entusiasta, la idea de este emprendimiento desde el principio. Además, siento una profunda deuda moral con Richard Wortham III por haber vislumbrado el potencial significativo del arte de América Latina tanto en el MFAH como an la ciudad de Houston. Otro Miembro del Patronato, la Tesorera de la Ciudad Sylvia García, merece un reconocimiento especial por su dedicado apoyo a las actividades en torno al Departamento y Centro que dirijo, del mismo modo que a Christie's por su generosa contribución para el simposio inaugural del Centro. Mi agradecimiento a la asistente curatorial de Arte Latinoamericano, Gabriela Rangel, quien me acompañó con enorme competencia y solidaria capacidad; a Margaret Mims, la Administradora de Eventos Públicos del Museo, a Sarah Williams, la Coordinadora de Programas al Público por haber manejado de forma tan creativa y eficiente los infinitos detalles que involucran la organización de semejante simposio; a Tashima Thomas por las generosas horas que dio a este esfuerzo como voluntaria; a Emily Rendón y a Jon Naylor por su valiosa asistencia en la organización de las actividades sociales generadas en torno al encuentro; a Theresa Papanikolas, Editora del MFAH por su minuciuosa revisión de los ensayos aquí compendiados a Steven Mines y Héctor Olea por su traducción de los mismos, y a Phenon Finley-Smiley por la diagramación del libro, a George Zombakis por su auxilio en la obtención de los permisos para la reproducción de imágenes, a Karen Vetter y, en fin, al resto de mis colegas en al museo por su incentivo y sugerencias a cada etapa del proceso de planificación.
"Barradas y Torres García, la fuerza de las Vanguardias", Julio María Sanguinetti (Uruguay, 1997).
Nos ha tocado vivir después de dos siglos más sociales de la historia. Desde 1789 a 1989, abarca el marco temporal de la época de las grandes revoluciones políticas, ubicadas entre la caída de la Bastilla y la del Muro de Berlín. La primera, símbolo inaugural de la aventura liberal de la “libertad, igualdad y fraternidad”; y la otra, del final de la utopía marxista en su sueño de sociedad sin clases. En este lapso, los humanos hemos vivido sumergidos en ese militancias, obreros de una construcción superior a nosotros, de una causa que por encima de nuestras cabezas nos proyectaba hacia un idílico futuro.
El arte no ha escapado tampoco a esa visión social, y desde Hipólito Taine a Arnold Hauser, ha sido explicado en función de una conjugación de fuerzas colectivas. Sin embargo, es verdad, como decía Malraux, que toda obra nace de un tiempo y en un tiempo, pero que solo llega a ser arte cuando se escapa de éste. Hoy podemos entender mejor el significado de esta idea, asumir el valor de la universalidad artística que hace de ciertas obras “clásicos” que trasciende épocas y modas, gustos y civilizaciones. Naturalmente, el arte de Fidias o Praxiteles es hijo de un tiempo histórico ateniense, que nos explica su irrupción y nos enriquece su comprensión, pero no nos aporta la esencia, porque no es el que emana los elementos que lo elevan como categoría de admiración, sin interrupción ni vacilaciones, para los hombres de veinticinco siglos.
Una adecuada comprensión de la historia, nos demuestra que el arte ha sido, en sus grandes momentos, vanguardia anticipatoria de los tiempos que aun no habían llegado. La insatisfacción estética de los florentinos del quatrocentto fue la que cambió de lugar al hombre en relación con el mundo y quebrando la visión medieval, lo ubicó en el centro de la recreación, con la racionalidad como método. Nace desde allí una nueva perspectiva, es que artística pero también social y política. El arte es entonces vanguardia y o retaguardia, una realidad que engendra ideas y no un subproducto de la aplicación de ideas concebidas en otros órdenes.
Estas reflexiones vienen muy a cuento de Torres García y Barradas, pues sus obras cobran una luz distinta cuando se las mira en esa perspectiva, despojadas de esos ingredientes historicistas que sin proponérselo, las mediatizan. No se trata de divorciar obra, espacio y tiempo porque eso sería una ingenua negación de la historia, pero si de comprender que los tiempos también se construyen por los hombres, que los espacios aun cuando preexistentes en la naturaleza adquieren valor cuando son “inventados” por los humanos para incorporarlos en su esquema y que las obras, por consiguiente, tanto suelen ser hijas como madres de aquellos. El curso histórico no es lineal ni fatal. Esa es una de las lecciones del ciclo que ha terminado con el fracaso de quienes intentaron crear o descubrir leyes para prever el devenir de los acontecimientos. Entrado ya en este mundo nuevo que se ha abierto con el siglo que comienza o más bien ya comenzó con la caída del muro berlinés, se impone una relectura de estos grandes creadores del mundo.
En 1917 exponen juntos Barradas y Torres García en Galería Dalmau, ya convertida en escenario de expresión de los artistas inquietos. Torres García está sumergido en su pintura “mediterránea” o “neusentista” de estética neoclásica, con notoria inspiración en Puvis de Chavanne. Se torturaba buscando un arte clásico permanente intemporal pero a la vez adherido a la tradición vocal y expresivo de lo fundamental de su civilización. Cataluña le lleva a esas grandes telas pintadas al temple o a sus frescos serenos y grandiosos, en que la paz y la armonía de la naturaleza se imponen con el silencio. A su lado Barradas es lo contrario: movimiento, dinámica y vibración. De su Montevideo natal viene de pasar por Génova, Milán, París y allí recibe los impactos obvios del futurismo en nacimiento, del cubismo, el fovismo, y el post impresionismo. Todo le llega pero todo se transforma en él. No se erige en epígono de ninguna tendencia. Da siempre su particular versión. Lo interesante es que a partir de allí, Torres García ya no es el mismo y Barradas tampoco. Uno y otro por caminos diferentes se fertilizan recíprocamente para variar, saltar de aquello en que estaban hacia otras búsquedas. Torres García abandona el neo-clasismo, y Barradas ordena más su mundo en ebullición con geometría. Sus obras, sin pretender ser complementarias, lo son. En uno predomina el orden en el otro el movimiento. Pero ambos alcanzan la mayor dimensión a la que se puede aspirar. Y cambia la pintura de España y Uruguay. Nadie de su tiempo en uno y otro ámbito, fue indiferente a sus mensajes, a su impacto removedor y su nueva perspectiva.
La aventura que se propone Torres García es construir un arte “clásico”, partir de la realidad para poder trascenderla, superar la apariencia de las cosas y encontrar sus esencias, universales, permanentes, sentir eso eterno, donde no hay tiempo donde todo se ilumina con otra luz que la del día. Lo sintetiza así en sus últimas lecciones: “Para mi, es una verdad innegable, la de que, detrás de la apariencia de lo real, hay otra realidad que es la verdadera y que no es otra que lo que llamamos espíritu. He venido repitiendo esto, a través de éstas lecciones. Nuestra realidad pues, es el espíritu. Pues bien: ese espíritu es el que a través de la materia y a través de la idea persigue el artista. Por eso aparentemente hace otra cosa; pero en realidad busca captar eso invisible”.
Y si tal espíritu ya no es cosa, ni forma, ni color “es decir que siéndolo todo no es nada”, quiere decir, que está fuera de lo temporal; o mejor dicho que es eterno, y eso justamente es lo que sentimos al contemplar ciertas obras: que el tiempo se ha detenido, que está hablando el espíritu; y que esto no transfigura. Esto que se acaba de decir, nos coloca en lo humano; que no es lo humano real. Pero al decir espíritu, el hombre emancipado de lo real, siendo y viviendo en el espíritu, está en su posición adecuada. Y ese entonces reconoce que el espíritu en su realidad, tal realidad que reconoce como su mundo al fin lo fija definitivamente, ya entonces puede decir que es un hombre que ha vuelto a nacer.
Por eso él nos cuenta que cuando en 1906 entró el impresionismo a España, por las exposiciones de Barradas, fue reacio a entrar en esta escuela, a la que veía interesante por su quiebra del romanticismo académico pero algo “superficial”. De ahí que se lanza entonces a pintar sus frescos, en busca de “la eternidad de la luz y la forma, la perfecta serenidad, el ritmo y el equilibrio, lo puro, lo perfecto; en fin, Grecia”. Afirmaba que el arte griego era sereno pero no frío y que su pureza era lo que le aportaba humanidad.
Su vanguardia entonces, es análoga a la del Renacimiento, vale decir encontrar o reencontrar un arte de permanencia. El modernismo entonces imperante no le llega, pese a su fuerza en Cataluña; menos aún el impresionismo, al que siente como un modo ingenioso y sensible de pintar, pero no más. “Desde el siglo XV al siglo XVI, como si este punto marcara el declive de la Humanidad en ese sentido, bajan los valores ideales para darle lugar a otros valores reales “ya físicos o materiales” que serán el punto de partida de una Era Moderna, hasta hoy. Por tal razón poco menos que como humo se desvaneció aquel mundo occidental”. “Toda esta corriente materialista que se ha adueñado del mundo, pasará, porque en su misma esencia que ha de ser cosa pasajera”.
Nos encontramos entonces ante un clasismo humanista. Ésta es la segunda clase interpretativa de su búsqueda. No se trata de encontrar un orden por el orden mismo, una estética tan pura que se desconoce de los humanos. Por eso insiste en qué formas y fondo no pueden separarse. Quienes pensaron que el arte debe servir a un tema, cayeron en el naturalismo descriptivo, imitativo o literario, propio de los académicos. A la inversa quienes imaginaron que el arte solo se sirve a si mismo, pues la forma es el fondo, mutilaron y deformaron la realidad o simplemente eliminaron, deslizándose hacia la deshumanización, que es la enfermedad de los modernos. Por eso hay en él una permanente reivindicación del tono, al que considera lo más profundo de la pintura. “Bach, cuando debió componer el Arte de la Fuga o El Clavicordio bien templado, ¿qué debió tener como motivo? No una realidad, sino un motivo musical. Y, ¿de dónde sacaría la inspiración? Del juego, espontáneo en él, de su imaginación creadora”. “Bach, que varió tanto en sus composiciones contrapuntísticas, jamás se salió de la base tonal. No así algunos músicos modernos (sobre todo los nórdicos), han querido salirse de esa base y crear la música atonal”.
Como consecuencia de esta actitud, Torres García se diferencia tan fundamentalmente de Mondrian, con quien integró el Cercle et Carré. “Mondrian quiso también realizar la pintura pura. Partiendo de unos postulados abstractos, dedujo racionalmente, lo que tendría que ser una pintura absoluta. Toda expresión subjetiva quedó abolida y también toda realidad y naturaleza, quedando, por tanto, solo un problema científico-filosófico. Con lo cual está dicho que no hizo arte. Laudable esfuerzo, que tendrá que quedar como un verdadero valor, por la sinceridad y absoluta fe de su autor y también como el mejor ejemplo de pureza plástica”. Esa doble visión de geometría y tono, indisolublemente ligados, es el núcleo de su concepto del arte. El que encuentra en Paolo Uccello, Andrea Mantenga o los primitivos italianos, el que admira en la escultura griega, el que cree ver en algunos momentos de la estatuaria religiosa medieval.
Este tema, de enorme profundidad, adquiere hoy una particular luz cuando se lo observa desde la patología de la modernidad que se desarrolló luego de la obra pionera de quienes asumieron una vanguardia como liberación. Subirat nos dice hoy en su lúcido ensayo sobre la crisis de la vanguardia: “la racionalización de la cultura que arquitectos o artsitas como Mondrian, Le Corbusier, Mies o Malewitch propusieron aparece como el proceso de una cumplida uniformización coactiva de la cultura, como medio del imperialismo cultural de la tecnología”.
Obsérvese que es el mismo concepto que medio siglo antes ahondó Torres García para separarse del neo-plasticismo y configurar así una estética en que la razón se concilió con el sentimiento para alcanzar, a esa altura, la verdadera dimensión humanística. Después que hemos sufrido los excesos autoritarios del racionalismo, especialmente en la arquitectura, queda clara la trascendencia del tono en la obra de nuestro artista.
Una tercera clave que se nos impone hoy con particular fuerza es su americanismo. Habiendo nacido en América, pero vivido la mayor parte de su vida en Europa, Torres García logra rescatar la raíz pre-colombina, esencial, para asociarla a nuestra civilización occidental.
Para empezar, revaloriza el concepto de tradición, bastardeado por los conservadores que lo empleaban como una defensa ciega del pasado. En esa América profunda se encuentra el valor de las grandes permanencias, las que hacen de algo un clásico. La geometría de la cerámica nazca o los tejidos paracas evidencian un modo constante de los humanos: podemos trazar un paralelismo histórico entre griegos y egipcios antiguos con americanos precolombinos, empleando la misma concepción para expresarse. Torres García llega a decir que si la geometría desapareciera, necesariamente reaparecería. Sería para él, en lenguaje kantiano, una categoría a priori.
Al emparentar así el arte de nuestro continente con las máximas expresiones de Occidente, lo revaloriza, y de allí toma elementos simbólicos que usará en el desarrollo de su arte constructivo.
“Barradas fue en aquellos tres lustros (1914-1929) una vertiginosa hélice que removió en todos los sentidos una época en la que España aún se movía en el figurativismo más absoluto, exceptuando los casos del ‘planismo’ de Celso Lagar o las composiciones del más tarde constructivista Torres García” (Gonzalo Zanza).
“El pintor Barradas, aunque uruguayo de nacimiento fue una figura esencial en Barcelona y Madrid entre los años 1915 y 1928, de tal manera que sin su figura posiblemente nuestra vanguardia pictórica de aquel momento hubiera sido muy distinta” (Álvaro Martínez Novillo).
“Fue aquí donde Barradas... cambió la honda ‘luz negra’ de sus campesinos turolenses por la ‘luz ocre’ de sus huertanos o tenderos de Hospitalet y por la ‘luz blanca’ que inunda, hasta casi sumergirlas plenamente en ella, las fascinantes escenas evangélicas de su llamada ‘serie mística’, que es, en el fondo, lo más de vanguardia, tanto que pertenece a una vanguardia para todos, menos para él, inédita hasta entonces todavía, a que Barradas era forzoso que llegase” (Rafael Santos Torroella).
“El mundo de Barradas no tiene nada que ver con el pasado clásico ni con el mediterráneo, sino que incide en lo más rabiosamente moderno, expresado en colores puros y estructurado según leyes geométricas. De ahí que se haya dicho que sin Barradas, Torres García, quizás no hubiera sido” (María Luisa Borrás).
“Figura clave de la vanguardia desde sus orígenes, Barradas desarrolló entre 1915 y hasta su muerte en 1929 una impresionante trayectoria artística a través de todos los movimientos pictóricos que se iban sucediendo en su época: desde su peculiar invento del vibracionismo, pasando por el cubismo, futurismo, planismo, fovismo y clownismo, hasta su vuelta a un nuevo realismo vanguardista” (María Asunción Guardia).
Estas transcripciones corresponden a críticas publicadas en España en los años 1992 y 1993 por los mejores críticos contemporáneos, en los diarios ABC, El País y La Vanguardia. Podríamos añadir otras tantas de la misma fuerza para insistir en la idea de que antes que ninguno de los grandes catalanes, la vanguardia es Barradas. No un vanguardista más, el vanguardista, el que revolucionó, el que cambió, el que removió, el que influyó. Es notoria su amistad con Dalí, con Buñuel, con Maruja Mallo, con los hermanos Norah y Jorge Luis Borges, con Torres García, con Guillermo de Torre, con Federico García Lorca, Gregorio Martínez Sierra y Catalina Bárcena, para quienes trabajó intensamente como escenógrafo y figurinista. A esa legión de amigos, añado al poeta Francisco (Paco) Bernández, a quien conocí en Montevideo ya en su madurez de quien mucho escuché sobre aquellos años de ruptura y búsqueda. Curiosamente, Barradas estuvo siempre más cercano de poetas y gente de teatro que de pintores o escultores.
Todo, sin embargo, había quedado oscurecido en España hasta que la obra de algunos críticos (especialmente Francesc Miralles y Rafael Santos Torroella), en los últimos años, comenzaron a mostrar las evidencias documentales de la influencia decisoria de este misterioso uruguayo, pobre y bohemio, que paseó por Zaragoza, Barcelona y Madrid un genio ante el cual nadie fue indiferente, pero que nunca le permitió salir de una pobreza que le llegó a la tumba, en su Montevideo natal, a donde vino a morir llamado por el entrañable sentimiento de pertenencia que patéticamente narra en sus últimas cartas.
Torres García no cultivó el modernismo, pese a que vivió en la ciudad más modernista del 900. Tampoco Barradas, que llegó a Europa queriendo ser moderno en el sentido clásico de renovador. Su inserción en las diversas corrientes de la época, y ahí está su genio, es personalísima.
Se percibe su futurismo, pero no es igual al de los italianos y por eso él mismo llamará vibracionismo a esa etapa en que fragmente figuras y objetos, contraponiendo rítmicamente imágenes en vertiginoso movimiento. Cuando se concreta con los ultraístas, en un Madrid todavía provinciano, de inmediato pasará a ilustrar sus publicaciones.
En el número único de una de ellas, Arc Voltaic, publica sus dibujos junto a Joan Miró. Un mes después, Miró publicará otro dibujo en la revista Trossos, Nº4, que la crítica española señala como tributario del dibujo de Barradas Klaac Klaac aparecido en Arc Voltaic. Es prematura hablar de influencias, pero el tiempo y las investigaciones dirán del valor de este parentesco ya señalado.
Cuando Barradas transita por el planismo, su versión tampoco tiene nada que ver con la francesa, hay en él una fuerza mayor, una adhesión vigorosa a un dibujo expresionista y construido. Su etapa mística, en el final, nos introduce a su vez en su momento de mayor poesía. Lo notable es que aun en aquellas etapas en que más pretendió expresar la realidad del mundo en que vivía, más resulta notable su cuidado formal, su creatividad para expresar en líneas y ritmos las imágenes buscadas. Incluso sus “magníficos”, enormes campesinos, rudos, rústicos, fuertes, que llenan la tela con su humanidad rotunda, emergen de una estética despojada, en que los colores se bajan a su mínima expresión y los medios formales son más ascéticos que nunca. Esta es la verdadera vanguardia de la pintura de Barradas. Tanto Le Corbusier como Mondrian alejaron la arquitectura y el arte de la realidad, llevando así el racionalismo hasta su última expresión. Allí muere la vanguardia, pues termina asociándose a una actitud en que lo humano se diluye, se evapora, y la razón cae en su trampa, negándose a sí misma.
En Barradas, en cambio, la búsqueda racional de nuevas formas es liberadora y en vez de alejarse de la realidad, busca expresarla mejor. Y lo logra. Es como Gaudí, cuyo genio está en que siendo profundamente religioso y nacionalista, actitudes tan proclives a la retórica romántica, no cayó en ella, porque su calidad formal le permitió trascenderla.
Barradas no fue un teórico como Torres García, que pintaba y adoctrinaba a la vez. En ambos, sin embargo, el fenómeno dominante es la genialidad estética de sus obras, su originalidad. Como dijo el gran Goethe: “No busquemos nada detrás de los fenómenos; los fenómenos mismos son la teoría”.
Dr. Julio María Sanguinetti, ex presidente de la República Oriental del Uruguay
Diario El País, 2 de febrero de 1997.